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Columna
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El último mohicano

Fernando Vallespín

La experiencia reciente de la democracia española ha dado sobradas muestras de los costes que tienen las trifulcas o disensiones internas para los partidos políticos. Un partido cohesionado y bien sintonizado con su líder es ya casi una condición imprescindible de la competencia política exitosa. La rentabilidad de la unidad y cohesión interna es tan alta que a nadie le pueden extrañar las declaraciones de Javier Arenas echando agua sobre los últimos pronunciamientos de Álvarez Cascos y aludiendo al PP como 'uno, unido y cohesionado', o el cierre de filas ordenado por Aznar negando la presencia en su partido de 'familias y corrientes'. Y si no es así deberían aparentarlo hasta el final. Nada puede evitar, sin embargo, que una vez cubierta la presidencia de la UE, se haya dado un pistoletazo de salida implícito a la carrera por la sucesión del presidente. Si a ello le añadimos la proximidad de las elecciones municipales y de muchas autonómicas, es lógico que comience a subir la fiebre y la inquietud en los distintos cuarteles de los políticos de profesión.

Para un observador externo, la controlada locuacidad del ministro de Fomento es bien expresiva de la situación de desánimo que hace acto de presencia entre los verdaderos hombres del aparato cuando perciben una excesiva sumisión del partido a los dictados del líder. La posición de Álvarez Cascos no obedece así necesariamente a un intento por dejar entrever sus discrepancias ante una posible victoria del sector democristiano del PP. El problema seguramente sea mucho más de fondo. Detrás se esconde una diferente concepción del propio partido y de la forma en la que éste ha de abordar una cuestión tan central como es el proceso sucesorio. Así, por ejemplo, cuando reclama la necesidad de una pugna de candidaturas interna no hace sino recordar el abecé de cualquier práctica partidista. Y, con independencia de cuáles sean sus intenciones últimas al mencionarlo, lleva razón. Lo patológico no es atender y reclamar este tipo de actuaciones propias de los partidos tradicionales, sino esa excesiva dependencia del liderazgo. Alguien que a lo largo de los últimos años se ha esforzado por construir un partido y contribuir a llevarlo a lo más alto no puede dejar de sentir cierta frustración ante esta anomalía. Como tampoco puede aceptar con facilidad que sean los sondeos, un factor aleatorio y 'extrapartidista', los que designen las candidaturas.

Esta lucha de Cascos en solitario no deja de tener cierta épica. Representa, seguramente sin saberlo, uno de los últimos intentos por evitar la acelerada 'americanización' del liderazgo y de los partidos políticos en nuestro continente. Mucho se ha especulado desde Tocqueville sobre si los Estados Unidos eran o no el futuro de Europa. En lo relativo a la organización partidista estamos todavía bastante lejos del modelo americano, donde los partidos se reducen casi a meras máquinas electorales. Pero el tránsito desde el modelo de una 'democracia de partidos' a una 'democracia de audiencia' (Bernard Manin) es cada vez más claramente perceptible. En el modelo de la 'democracia de audiencia' el papel de los partidos es crecientemente ocupado por los medios de comunicación. Ahí es donde se representa la política y donde los ciudadanos asumen el papel de público o de audiencia pasiva de una política fuertemente personalizada. La atención a la imagen deviene así en un fin en sí mismo. Y se hace realidad, en efecto, ese temor de Cascos a caer en la tentación de una construcción de candidaturas y programas a partir de encuestas y de estudios de imagen.

Cascos es un político lo suficientemente bregado en la política como para conocer la importancia de estos nuevos condicionantes que la afectan. Lo que, sin embargo, no debe estar dispuesto a aceptar es que se erijan en el criterio legitimador de decisiones no sujetas a un debate y discusión previos. O que se presente como un imperativo de la nueva política lo que no es en realidad más que una práctica de toda la vida: el intento de un grupo por imponerse a los demás; con beneplácito presidencial añadido, claro.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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