La vida es una tómbola
Uno. Un hecho curioso: La Ópera de cuatro cuartos (Brecht/Weill), el nuevo espectáculo de Calixto Bieito, que abrió el Grec de Barcelona y pronto viajará a Salamanca, es uno de sus trabajos más estimulantes y, al mismo tiempo, peor dirigidos. Dicho de otra manera: Bieito ha llenado su montaje de árboles insólitos, rebosantes de regalos, pero se ha perdido en el bosque. La versión de Pablo Ley es brillante, corrosiva, impecable en su relectura ferozmente nihilista; la dramaturgia, que firman, con Ley, Xavier Zuber, Josep Galindo y el propio Bieito, inyecta en las venas del clásico una mala leche actualísima, a ratos demagógica y pueril, a menudo original y contundente: una operación de reciclaje cercana, en invención y desvergüenza, al Guys & Dolls de Mario Gas. El espacio de la Ópera es ahora una perfecta 'máquina brechtiana': una tómbola / bingo de luces chillonas y tentadoras, desbordada de electrodomésticos y peluches de todo a cien, en la que se integran, disfrazados (de gorila, de Harry Potter, de Pantera Rosa), los formidables músicos de la Orquesta del Lliure. Gobierna la tómbola la señorita Smith, mitad Reina de Belleza de barriada mitad presentadora televisiva, comentando la acción en un tono glacialmente sarcástico, un personaje que es todo un hallazgo, extraordinariamente servido por una Chantal Aimée pletórica de recursos. Los rótulos, las famosas 'indicaciones' de Brecht, desfilan aquí por una luminosa cinta continua, en la que alternan cotizaciones de bolsa, noticias, onomatopeyas de cómic, sentencias inapelables o hilarantes frases hechas: '¡La Niña Bonita!' saluda la aparición de la rubísima Polly Peachum; '¡Liquidación Total!' augura la ejecución inminente de Mackie Navaja.
Hay talento dramatúrgico, talento escenográfico, musical y, sobre todo, actoral. Tenemos a Boris Ruiz, un Mackie sucio, lúbrico, canalla y sentimental, que canta con voz nicotínica y vuela libre en la segunda parte, cuando la desesperación le muerde los talones. Tenemos a Carles Canut, siempre sorprendente, que convierte a Jonathan Peachum, el rey de los mendigos, obsesionado por arruinar 'la boda del príncipe', en un capo colombiano, y a la furiosa Carme Sansa como su pareja, y a Roser Camí, una Polly entre Nuria Carresi y Cameron Díaz, que canta aquí por primera vez, con malicia y sensibilidad, quizá demasiado empujada por Bieito a repetir, en clave paródica y exasperada, sus hallazgos como Lady Macbeth, pero con una escena de antología: el Dúo de los celos con Lucy (la sulfúrica Lídia Pujol), una pelea a la que sólo le falta un ring y una piscina de barro. Tenemos a Mingo Ràfols como Brown, un jefe de policía tópicamente franquista, que el actor rescata brevemente del cliché anacrónico gracias a una energética Canción del cañón. Y tenemos, punto y aparte, a Cecilia Rosetto: la supershow-woman porteña es una Jenny con los andares felinos de Tina Turner, que imanta las miradas con su evocación del cielo esmeralda de Alabama, que canta como una Milva de arrabal -no es ningún descubrimiento decir que estamos ante la mejor voz y la más poderosa presencia escénica del reparto, una temible robaescenas- y está pidiendo a gritos que Pedro Almodóvar le escriba un papel a su medida.
Dos. Todos esos talentos, todas esas invenciones, también piden a gritos una mano firme que les guíe, que potencie sus energías, que enhebre los ritmos y no deje caer a pico las escenas, como aquí, lamentablemente, sucede. Un director de la categoría de Calixto Bieito no puede desaprovechar así sus 'materiales': urge, con vistas a la gira, la búsqueda de un metrónomo que acorrale ese tedio incomprensible de la primera parte, y de una afilada podadora entrando a saco en sus gratuitas 'figuras de estilo' (el innecesario intento de violación de la señora Peachum) o la larguísima fiesta mafiosa, una extended-version de los peores defectos (artificio, cliché, barullo) de su homónima en Macbeth: si allí las bandas rivales parecían sufrir una sobredosis de serie Z en su nivel más epidérmico, la pandilla que aquí rodea a Mackie (Miquel Gelabert, Dani Klamburg, Javier Gamazo, Nacho Vidal, Santi Pons) no supera el nivel de un jolgorio escolar, con Contra el Gang del Chicharrón, del maestro Ibáñez, como libro de cabecera.
El ritmo de la primera parte de la Ópera de cuatro cuartos hace pensar en el gráfico clínico de un taquicárdico: momentos de exaltación paroxística seguidos de prolongados empantanamientos en la letargia, como si Bieito, deslumbrado por los hallazgos conceptuales del montaje, se hubiera limitado a 'pasar' las escenas, en espera de un posterior ajuste. O como si hubiera trabajado más a fondo la segunda parte que la primera, que también suele suceder, porque tras el intermedio la acción se reconcentra, la historia se clarifica y Bieito no pierde el tiempo en meandros explicativos: Boris Ruiz, liberado del corsé de jugar a Joe Pesci, se entrega a fondo, y la metáfora del capitalismo salvaje exigiendo su libra de carne -que Brecht retomaría poco después en Mahagonny- gira perfectamente aceitada: la melancolía de Jenny/Rosetto, cantando la Canción de Salomón después de traicionar a Mackie, con la mirada de la Dietrich al final de Sed de mal; el jolgorio feroz de Chantal Aimée, describiendo los efectos de la silla eléctrica del mismo modo que antes lo había hecho con una felación de manual y, gran finale, la ejecución del chivo expiatorio, recitando la Ballade des pendus que Brecht le birló a Villon, mientras cuatro lavadoras salvajes centrifugan su cerebro.
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