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Columna
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Treinta y dos

El aumento de la longevidad ha tenido consecuencias curiosas sobre el metabolismo de los seres humanos: procesos que antes se realizaban en cuestión de años precisan ahora de décadas para madurar del todo, y las edades de la vida se alargan como veranos aburridos, que uno no sabe a ciencia cierta con qué pasatiempos llenar. Hemos oído hasta la saciedad repetir a nuestros mayores que ellos se pusieron a trabajar a los trece años, que a los diecisiete se habían casado y que eran padres a los veinte: quien realizaba aquel recuento solía ser un anciano desganado y vencido por los achaques, que a pesar de sus escuetos sesenta y cinco años parecía cargar con siglos de memorias sobre el esqueleto. Hoy, ciertamente, todo es distinto. No se puede delimitar con exactitud la frontera en que finaliza la infancia, el primer trabajo es una cosa remota igual que la muerte o Alfa Centauri, y de casarse o criar hijos con las condiciones laborales vigentes, mejor no hablar. Por eso no hay de qué asombrarse ante el último anuncio del IAJ, Instituto Andaluz de la Juventud, de que la media de emancipación del joven en los tiempos que corren está en 32 años y medio. Antes, el mundo era más diminuto y angosto y con esa edad mi abuelo seguramente ya había tenido ocasión de recorrerlo y de agotar todas las decepciones que podía ofrecerle: pero hoy la treintena apenas abarca los años finales de la adolescencia, lo que deja un largo rosario de socavones, esperanzas e incertidumbres para recorrer por delante.

Ahora todo dura más, hasta las películas. A mí me parece que a los estados debe de convenirles de algún modo que los cerebros tarden más en madurar de lo que lo hacían treinta o cincuenta años atrás, o de otro modo no me explico ese afán suyo por infantilizar a la población a base de los peores métodos y artimañas. Con treinta y dos años un pobre españolito no tiene un empleo fijo, carece de experiencia laboral, no dispone de solvencia económica para emprender un hogar propio, depende de la filantropía de sus progenitores y, sobre todo, acaba por creerse idiota de tanto como tratan de convencerle de que lo es. El país está lleno de niños con barba, sonámbulos en pijama que no pueden hacer nada, que se pasan la vida en casa resignados a que mamá les acaricie el lomo con dos dedos y a pulsar el mando a distancia hasta que el tedio los manda a la cama. No me extraña que cada vez menos gente se arroje a la aventura suicida de contraer hijos: resistir trabajando hasta los setenta u ochenta años (o lo que las nuevas medidas del gobierno establezcan) para cebar a unos perfectos extraños que luego no pueden salir de casa si no quieren morirse de hambre. Vivimos una realidad paradójica; según la publicidad y las campañas de los ministerios, ser joven constituye un valor importante, un abanico de posibilidades, una promesa. Pero nadie se preocupa de que esos proyectos se hagan sólidos, de que echen cimientos en tierra y busquen ascender: parece más cómodo dejarlos dormitar sobre la tapicería del sillón, enviarlos a comprar el pan y el periódico, darles tres euros para que salgan a pasear con la novia y la inviten a altramuces, dejarlos que se duerman finalmente en el mismo sillón en que se pasan la mañana, entretenidos en desentrañar las genialidades de Pepe Navarro.

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