Gaudí, en su sesquicentenario
Hoy es evidente que el arte de nuestro entorno se muestra dócil al recetario dictado por países situados muy al norte de nuestro paralelo; países que, tras heredar la concepción sensual de nuestra arquitectura, la sustituyeron, al traducirla, por el resultado de un coloquio entre razón y contrafuero.
Universidades como Bolonia y Salamanca, no sólo habían sido las primeras en institucionalizarse, sino que, además, se sabían sedes del conocimiento primigenio. Creatividad y ciudadanía eran potencias que provenían de Oriente, de las que la mediterraneidad tomaba el testigo ante Europa, pequeña península occidental de Asia. El reinado en el conocer y el sentir se transmitía de Este a Oeste y siempre en un paralelo meridional. Pero un día el pensamiento educador peregrinó desde su origen solar hacia el septentrión.
El Arte, la cristalización de la Belleza creada por el hombre, emanaba de una templanza sensual. A nadie, al norte del Ródano, y había muchos, se le hubiera ocurrido los arpegios orientales que penetraron durante ocho siglos por Andalucía, los ritmos columnarios de la mezquita (VIII y IX) o el desnudo de primorosas geometrías en la Alhambra (XIV). Sevilla, Córdoba y Toledo multiplicaban por diez la población de un villorrio -Londres- venido a menos tras el abandono de los romanos. Pero, cuando los Reyes Católicos contactan con la Corte de Maximiliano y se aficionan al Arte Noreuropeo, inician una época. Su corte itinerante muestra sus pinturas y tapices ante los admirados ojos de una España belicosa y primitiva, en su área cristiana. Carlos V, al implantar su palacio en pleno conjunto nazarí, entona un dúo arquitectónico al que las voces, grave la de Machuca, aguda y tremulante la andalusí, mantienen tenso hasta hoy, ante nuestra asombrada emoción.
Los discípulos de Siloé, Juni y Miguel Ángel (imagineros como Berruguete) y los de Juan de Flandes y Leonardo (tales como Morales y Yáñez de Almedina) conviven entre el tremendismo y la elegancia. El XVII iniciará la decadencia que avisa la llegada del 'remordimiento español'. Su desmadre culminará en los refritos decimonónicos, protagonizados por El Quijote y Sancho, que, a pesar de los esfuerzos de tallistas groseros, no lograron el asesinato cultural de tamaña gloria literaria. Pero ese discurrir entre contención inspirada y genio visceral (Velázquez-Goya, Fortuny-Solana, Miró-Picasso) se afirma como una constante de nuestras artes.
Dominado el hielo, allá por el XV (a la chimenea la seguimos llamando francesa), se trasladó el cultivo de la inteligencia, no sólo de sur a norte, sino, también, de fuera adentro, desde la intemperie a los espacios interiores. Éstos se fueron amueblando y tecnologizando progresivamente para no añorar el tempero, la luz, el sol y el paisaje del ágora, del foro, de la plaza y del patio, marcos milenarios de la tertulia; la inspiración espontánea, caldeada al ambiente natural y alimentada por la energía telúrica, fue siendo suplantada por la analítica inquisidora y restrictiva de la fría razón; la flor aromática, por la de plástico sin espinas. El poder de la mente, ejercitado en confortable coloquio sajón, se erigió en controlador del proyecto del Arte, que, así, cedía al pasado aquella rara emoción trémula.
Sin embargo, los hombres la quieren presente. La arquitectura que se posa en torno al Mediterráneo convoca, hoy, cuando los medios de comunicación salvan las distancias, la máxima atención del mundo, en su curiosidad por vivir en construcciones hechas a pulso, a la medida del tiempo y en clima de bonanza.
Y es aquí donde conviene resaltar los valores de Gaudí (Reus, 1852-Barcelona, 1926): no fue dócil; educado en la Europa encandilada por Ruskin, profeta del retorno a la naturaleza, y contemporáneo del Art Nouveau, (sezessionismo, Jugendstyl y modernismo), aplicó al movimiento su muy peculiar acento. Él siente que su creatividad es genuina y se entrega de modo total; vehículo y administrador de una fuerza, su talento, que debe materializarse, no acepta distracciones; vive casto, en constante misión, la búsqueda de su propio idioma arquitectónico, con egoísmo característico de los que se saben creadores potenciales. Así canta su aria en 'solo' a lo largo y ancho de sus proyectos.
En sus jardines expresa su imantación hacia lo orgánico, que se sublima en la Colonia Güell, donde la simbiosis entre construcción y jardinería conforma masas complejas de apariencia biológica.
Su talento escultórico se concreta en cubiertas, chimeneas, solanas, cúpulas y cumbreras en las que despliega su poesía geométrica para crear siluetas memorables. Su concierto culmina en la Sagrada Familia: no le bastaban ni la crestería vertical que encandila la vista, ni las texturas pétreas que reclaman el goce táctil; quería, además, que el viento hiciera sonar, a guisa de órgano gigante, la respiración de sus torres branquiales. El organismo monumental inacabado quiere seguir creciendo de la mano de su desaforado creador, pero, eso sí que sí, de su sola mano.
Gaudí atiende al clima y a la luz en sus proyectos residenciales. En la casa Batlló, en el paseo de Gracia, manifiesta por primera vez su idioma exclusivo. Matiza la claridad y el soleamiento, su disfrute y sus efectos sobre los volúmenes, las sombras. En el patio, revestido de piezas cerámicas, dosifica tanto el tamaño de las ventanas -más grandes las más bajas- como el color, desde el azul de la planta superior, la que más luz recibe, al blanco de la baja. Ya no se somete a la geometría formal, guión de la arquitectura sempiterna, sino que aspira a competir racionalmente con la de la naturaleza, obra viva de su Dios, y así moldea la piel de sus fachadas.
Tiende, en sus estructuras, más hacia la verticalidad que hacia la horizontalidad; trata de llevar los pesos de sus volúmenes a tierra a través de esqueletos cartilaginosos. No recurre a arbotantes ni contrafuertes externos -a pesar de considerarse neogótico- que, por sufrir las inclemencias climáticas, se deterioran. Su dominio de arcos y bóvedas (hizo uso profuso de la catenaría) es proverbial. Disfruta al distribuir las cargas a compresión. Una vez conocidas las obligaciones a que debía someter a un arco, se valía de una cuerda de longitud holgada respecto a la distancia entre sus pilares de apoyo, de la que colgaba, en cada una de las incidencias gravitatorias, saquitos con perdigones de peso proporcional a su correspondiente. Así se dibujaba el negativo del arco, que él positivaría una vez determinada su configuración.
Gaudí es, además de científico escolástico, empírico por naturaleza y educación familiar. De ahí que muchas de sus soluciones respondan con 'alta costura' al problema planteado. Curioso hasta la muerte, trata de no repetirse. Es admirable en aquello que resuelve modestamente; hay quienes sienten rechazo ante lo que exhibe con sobreelaboración impúdica. No creó escuela: la especificidad de su vocabulario arquitectónico la hizo imposible, circunstancia a la que se debe agradecimiento.
Su ingenio singular brilla entre los antagonismos propios de nuestro devenir centenario. Columpia su creatividad entre ambas dianas y cae a menudo en lo que la España más educada titula 'mal gusto'. Pero, y este pero es capital, desde la más absoluta originalidad, genera obras sustantivas cuya adjetivación puede horrorizar, aunque el horror sea admirativo: Su Fundamento naturalista persigue la Excelencia.
El siglo XX distancia, una vez más, a los dialogantes: a los abanderados por el lema 'menos es más', que alcanzan sus máximas con las nitideces del minimalismo actual, de los rebeldes que sólo se contentan con 'el nunca mucho es bastante'. El credo vanderroheiano, que enamoró con su limpieza y frescura, generó, una vez impuesto, un rebaño de engolados que aburrieron al personal. Sólo algunos maestros excepcionales -Foster y Piano...- profundizan en él para avivar su pujanza. En el campo contrario, sonaron las destemplanzas norteamericanas que, desde el posmodernismo y el deconstructivismo, predicaron la sinrazón. Sus estrellas arquitectónicas, acostumbradas al aplauso en la desmesura (el rascacielismo) o el alarde tecnológico, conceptos ya contestados, se dispusieron a 'hacerlo mal' para seguir siendo mirados. Torturaron las estructuras, ofendieron a la gravedad, enmascararon sus aberraciones y, a pesar de sus blasfemias, fueron adorados por el papanatismo.
Europa (incluso España, tierra voluptuosa), largo tiempo sumisa al imperio absoluto del cristal (propio de países escasos de luz), del petróleo, las armas, la guerra y el negocio, se yergue. Consciente de la admiración que su trayectoria artística despierta, recupera sus acentos urbanísticos y recrea su arquitectura (de muros espesos y aislantes, de hueco pequeño y cosmética superficial, con relieves al claroscuro), propia de la luminosidad que entorna a la cultura del Mare Nóstrum, origen de la de su extensión nórdica.
Gaudí que, al dejarse ser, resultó meridional auténtico, debe erigirse en ejemplo para que las jóvenes promesas de nuestro oficio abandonen sus servidumbres y se atrevan a ser lo que su intuición, educada al sol, les pida hoy.
Quien se atrevió ayer, deslumbra como astro universal de nuestra arquitectura del XX.
Miguel de Oriol es arquitecto.
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