El marica
En casa entraban gentes de teatro, poesía, periodismo: la palabra 'marica' no tenía ningún significado especial. En el instituto fue distinto: encontré que se hablaba de ellos de una manera peyorativa y grosera. De mí también: levanté sospechas. No jugaba al fútbol; no decía palabrotas y en el recreo me sentía atraído por las chicas y me juntaba a ellas. Me sorprendía que la atracción por las chicas pudiera ser considerada como propia de maricas: empecé a darme cuenta de que la vida era sorprendentemente ilógica. Más allá de lo individual, nuestro Instituto Calderón de la Barca era considerado como marica por los del próximo Cardenal Cisneros. El nuestro lo había fundado el Ministerio de Instrucción Pública sobre el molde y con profesores de la Institución, después de haber expulsado a los jesuitas, como justa limpieza del fondo inmoral de la enseñanza religiosa (ganaron la guerra y aquí están). El otro era populista, y dominaba el SEU: camisas azules despechugadas y mucho vello, que a mí me repugnaba un poco, por lo cual seguía siendo sospechoso. El nuestro era de la FUE. Sólo he tenido dos carnés políticos en mi vida: el de la FUE y el de la CNT (de aprendiz; no había sindicato de estudiantes). Ah, tuve uno del SEU: ganó Franco y se hizo obligatorio. Como me privaron de los títulos ganados en los exámenes rojos, lo tiré. Enterré en un tiesto los de la FUE y la CNT: no tuve ocasión de desenterrarlos. Se habrán podrido.
Nunca dejé de ser sospechoso. Iba a los conciertos del Palacio de la Música y a los del Ateneo; a los recitales de poesía, y con otros amigos y amigas nos pasábamos de mano en mano libritos: García Lorca o Casona; iba a conferencias. Y seguí siendo ajeno al fútbol y a cualquier clase de deporte. La única diferencia, puramente episódica, con los otros maricas era que a mí me gustaban las chicas. Mucho. 'Esto no se pasa nunca', me dijo un día Torrente Ballester, al que se le salieron los ojos de las gordísimas gafas de entonces cuando pasó ante nosotros un culillo madrileño respingón y repiqueteante. Es verdad: sucede. Todavía una presencia próxima, una voz al teléfono, un ombliguillo limpio y oscilante -sin piercing, por favor, que estropean la naturaleza-, me hacen sentir que no soy tan viejo. Lo siento, realmente. Quería haber llegado a una neutralidad feliz (ah, no pude ir a la mani, ni a tomarme un whisky en Chueca; tengo una pierna que funciona mal estos días. Me caí en el andén de Atocha por volverme a mirar a la chica que bajaba detrás de mí).
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