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Columna
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Milagros

La función comenzaba cuando venían a derribar el alerón de nuestra iglesia: en el lado de la Epístola se colocaban los alguaciles vestidos de colorado de infierno y con la cara y las manos pintadas de negro; enfrente estábamos nosotros, con palmas de mártires y corona de espinas. Ellos leían la orden de demolición, yo la Pastoral del Cocido.

Y cuando el obrero alzaba la piqueta igual que Abraham el cuchillo sobre Isaac, un ángel con espada se descolgaba desde la cúpula, como en el Misterio de Elche, y ponía en fuga a los alguaciles, mientras dos representantes del municipio celebraban la venturosa resolución del pleito lanzando diezmos y primicias al ingenuo pueblo creyente.

Qué le voy a hacer, señores, si soy sacristán y me educaron en el milagro: loado sea el parvo Gándulo, al que un hisopazo en la entrepierna le repuso las gónadas que cercenó un mastín. El agua de la Fuente del Berro incentivó el portento porque de haber utilizado para ese propósito la procedente del Lozoya, al paciente Gándulo le hubieran brotado en sus partes garbanzos de Fuentesaúco o judías del Barco. ¡Viva, pues, la gracia de Dios!

Mis ojos se humedecen cuando los bueyes de san Isidro aran entre Pinto y Valdemoro; me encanta ponerme en la piel del cocodrilo yacente de san Ginés, y me edifico con las peripecias de cada exvoto del Santo Niño del Remedio.

Así es mi fe, caballeros, me la suda la ciencia. Por eso este revés me descoloca y aplana. Acudí a la llamada de mis jefes como el ciervo a la fuente, sin olfatear nada inquietante. Pero al entrar en el despacho se me rasgó el velo del Templo y perdí mi bendita pureza. El aldabonazo de la noticia taladró mis carnes igual que un vitorino. Durante mucho rato me negué a aceptar la insidia que se me comunicaba. Luego, a semejanza de las vírgenes necias, soporté entre hosannas y salmos las embestidas de Sodoma.

Regresé a la sacristía tocado en mis fundamentos. Al verme tan desorientado como Judas tras la traición, mis pequeños actores me cantaron Por el camino verde. Con faz desencajada agradecí la cortesía y suspendí los ensayos hasta nueva orden. Ansiaba la paz de espíritu, pero el Maligno me acosaba con preguntas capciosas: ¿Quién es ése a quien los vientos y el mar obedecen sino el secreto bancario?

Me sentía corintio, gálata, tesalonicense y efesio rememorando, 2.000 años después, la costalada de Saulo. Si a él la verdad le tiró del caballo, yo acababa de caerme del guindo. Para una imaginación forjada en lo sobrenatural, decepcionaba el desenlace de nuestro litigio. Ciertamente, la aparición divina no se acompaña hoy de extravagancias atmosféricas. Pero un poco de paripé nunca sobra, y ese milagro de detener el derribo de nuestra iglesia como Josué el sol, ese milagro que suplicábamos en nuestras oraciones y que yo modestamente había pretendido escenificar, adoptaba en la realidad un aspecto infame, porque no nos había salvado el cordero de Dios, sino el becerro de oro. Y, para más inri, un ecónomo sustituía a nuestro ángel de la guarda, algo tan inconcebible como si me dicen que el Edén de Adán es un paraíso fiscal.

Yo pretendía deslumbrar con fantasías y tramoyas a los gitanitos de Pitis, a los rústicos de La Vaguada. Presentando ángeles y demonios como caídos del cielo, intentaba captar prosélitos entre los descreídos de La Celsa, Hortaleza, Vallecas y Entrevías. Con mi obra buscaba estimular la imaginación de un auditorio sobrecargado de realidad. Este auditorio con empleo precario o sin empleo debía embelesarse con una representación sublimada del mundo, donde el favor celestial nos mantenía a flote. Pero ellos ahora sabían lo mismo que yo, que no había contribuido a nuestra victoria la intervención divina, sino algo tan ordinario como una cuenta corriente.

He tenido que ajustar a los hechos mi espectáculo: lo que concebí como un auto medieval sigue los cánones de una novela negra. Mi auditorio de jóvenes parados y ancianos sin pensión aplaude cuando en vez de bajar el ángel de las alturas lo hace una dama que ostenta un euro en la divina pechera. Todos parecen comprender el significado del símbolo: el dinero hace milagros y el verdadero milagro es disponer de dinero. Pero yo aún mantengo dudas de catecúmeno: la sangre licuada de san Pantaleón, ¿es normal o súper? ¿Los huesos de san Expedito son semilla de cristianos? ¿Y por qué aguantar la cola de Jesús de Medinaceli si es más rápida una transferencia?

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