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LA COLUMNA
Columna
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Realismos que matan

ES PARADÓJICA la posición de quienes han opuesto a la Ley de Partidos una invocación al realismo. Normalmente, el argumento parte de la condena de la violencia, sigue con el rechazo de ETA y termina con muestras de solidaridad verbal con sus víctimas. Pero, situados ante el dilema de dejar las cosas como están o declarar fuera de la ley a quienes no condenan, apoyan o justifican los actos criminales de la organización terrorista, estos críticos aducen que es mejor no menearlo, que es peor el remedio que la enfermedad.

De enfermedad habló Gaspar Llamazares en el Congreso: España y Euskadi sufren -son sus palabras- dos lacras, dos cánceres: la banda terrorista y el partido político que no sólo no la condena, sino que la justifica. Pero este cáncer no se soluciona con la ilegalización, que, por el contrario, hará más fuerte al partido en cuestión y reforzará su subordinación a la organización terrorista. Ese cáncer, terminó Llamazares, se cura con el diálogo y la distensión, lo que equivale a decir que una agresión mortal sobre un cuerpo enfermo se cura con paños calientes; que una enfermedad como la que se diagnostica puede detenerse sin terapias ni cirugías dolorosas.

Supongamos que no hay segundas intenciones en ese argumento; que no se quiere ganar con él un seguro de vida, ni es el precio exigido por el nacionalismo para compartir mesa y mantel en la distribución de poder. Supongamos, lo que es ya mucho suponer, que se trata de ser realistas y optar por la eficacia, en lugar de obstinarse en la defensa de derechos humanos; por tomar decisiones en función de los resultados previstos o temidos en lugar de guiarse por consideraciones de principio. Una vez supuesto todo esto, sigue siendo verdad que entre el diagnóstico y el remedio no existe correspondencia; que algo no funciona, o funciona en un sentido justificatorio de la actual situación, en esta manera de ver las cosas.

Pues si el diagnóstico es el que es -enfermedad, lacra, cáncer-, resulta ridículo pensar que pueda solucionarse con jarabes caseros: ansias de paz, necesidad de diálogo, distensión, que los partidos se entiendan u otras moralinas por el estilo. La desproporción entre el ataque que sufre media sociedad vasca y el remedio que se propone es de tal calibre que hay motivos para pensar que se opone una impostura paralizante a una perentoria necesidad de actuar. Y de eso se trata en efecto, de una impostura que consiste en convertir una meta tal vez legítima -la independencia de Euskadi- en un valor absoluto ante el que es preciso pagar el precio exigido por la vanguardia revolucionaria que marcha en cabeza de ese imparable proceso histórico.

De la transfiguración de fines legítimos en valores absolutos se fabricaron las religiones políticas: la revolución, el comunismo, la anarquía, los reinos de Dios en la tierra. Los oficiantes de esas religiones actuaban convencidos de que nunca se pagaba demasiado por construir la utopía: los muertos en el camino no eran más que el precio inevitable hasta alcanzar la tierra prometida. El bien colectivo es tan alto y una vida individual vale tan poco que siempre queda un terror por justificar, un precio por pagar. A eso equivale la actitud de mejor no menearlo. No son terroristas, ni serían capaces de asesinar a nadie; tampoco lo era Merleau-Ponty cuando escribió Humanismo y terror. Era tan sólo un creyente en aquel valor absoluto que se construía en el antiguo imperio de los zares: el sentido de la historia no podía quebrar ante enojosos accidentes de camino.

Hoy estamos curados de aquellos espantos. Pero hay uno que sigue en pie: el de la nación soberana. En su breve y espléndido libro Identidades asesinas (Alianza, 1999), Amin Maalouf recuerda que todas las masacres de los últimos tiempos están ligadas a 'dossiers' identitarios antiguos y muy complejos. Esas masacres étnicas, añade, se tratan muchas veces como algo comprensible e inevitable, con una 'actitud de dejar matar' aceptada en nombre del realismo. Algo de esto llevamos sufriendo en Euskadi desde años sin fin. Tal vez sea hora de intentar otro camino, aunque los resultados sean inciertos. El camino hasta hoy recorrido ya se sabe adónde conduce, y, por si se había olvidado, lo acaba de recordar ETA: seguir matando hasta lograr una Euskal Herria soberana y socialista. Si dejar las cosas como están, con ETA matando, Batasuna sostenida con fondos públicos y el resto mirando, no es algo similar a lo que, parafraseando a Maalouf, se podría llamar realismo asesino, que vengan los Llamazares y lo expliquen.

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