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Columna
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Tres tristes tigres

Antes ya del 11 de septiembre, el mundo parecía estar dando un gran vuelco cuyo principal ingrediente era el miedo. Incertidumbre económica; perplejidad cultural; inseguridad; desasosiego entre las clases medias; predominio del poder económico sobre la política, las necesidades sociales y los valores culturales; aprensión al vacío global y ansiedad ante la pérdida de las identidades nacionales; alarmantes evidencias de cambio climático; persistencia y excitación de los conflictos armados; naufragio de los pobres de la tierra; grandes migraciones. Después de la destrucción de las torres de Manhattan y de la guerra de Afganistán, los miedos se multiplican: se habla de choque de civilizaciones; el confort occidental aparece como un cristal muy frágil; la libertad retrocede empujada por la seguridad; se enquista la exasperación de las masas islámicas y el conflicto árabe-israelí se encierra en el laberinto; se alza en Europa una marea populista; se consolida un anarquismo antisistema (que no pretende cambiar el mundo, sino democratizar el miedo). Finalmente, el desastre argentino, el tobogán bursátil, el reventón de las nuevas tecnologías y las obscenas trampas contables de algunos emporios (Enron, BBVA, Worldcom) introducen el miedo en el corazón del sistema: si años atrás, con el boom de la Bolsa, el dinero navegaba de Oriente a Occidente como un emperador autista avalando o castigando las economías nacionales, ahora aparece a la manera del viejo Saturno, devorando a sus propios retoños con fatal y sanguinaria indiferencia.

Uno tiene la impresión de estar viviendo un cambio muy gordo de ciclo, un giro trascendental que no estamos en condiciones de describir, puesto que está aquí, furiosamente pegado a nuestras narices. No es extraño que la democracia sea una de las víctimas más visibles de la nueva coyuntura. Sus palabras, procedimientos, usos e instituciones envejecieron años atrás (como ya la fétida ascensión del nazismo puso en evidencia y como el agridulce Mayo del 68 recordó). Pero ahora, de repente, la política democrática se asemeja a una momia egipcia: fastuosos y dorados tópicos envuelven sus carnes amojamadas y resecas. Es obvio que la política es incapaz de coger el toro de esta nueva realidad por los cuernos. Por lo demás, muchos de sus profesionales parecen incapaces de interesarse por lo que está más allá de los pequeños pleitos corporativos y de los muros parlamentarios. Declaraciones una y otra vez regurgitadas, simpleza analítica, endogamia. Eso es lo que parece quedar de la política: combates navales en un vaso de agua. Repito: parece. Por supuesto, los periodistas no estamos exentos de responsabilidad. Los intereses empresariales, junto a las inercias corporativas, tienden a convertirnos en sumisos empleados, en cultivadores de tópicos. Los medios, no hay que olvidarlo, filtran todos los mensajes. Ninguna política es hoy posible fuera de sus dominios.

Por supuesto, tampoco el ciudadano occidental (sea comerciante, metalúrgico o escritor) está exento de responsabilidad en la creciente obsolescencia de la democracia. Con fervor el ciudadano se ha travestido en consumidor. El miedo a la libertad, la dulce hipocresía que permite ver culpas en todas partes menos en la propia y el ombliguismo han cerrado bastantes caminos. Otros están intransitables. ¿Cómo participar en la vida social y a través de qué mecanismos? ¿No son, acaso, más influyentes los lobbies que miles de cándidos huelguistas o manifestantes? ¿Deben ser más escuchados los jóvenes herederos del progresismo idealista que los cada vez más numerosos exponentes del populismo visceral? ¿Cómo contribuir a revitalizar la democracia si incluso los políticos mejor intencionados y con mayor talento acaban atrapados en el laberinto? No es un problema de culpas. La fatalidad del cambio de paradigma va mucho más allá de las mejores virtudes personales y de los defectos gremiales. El giro es enorme. Todo el sistema del valores que arrancó con la Ilustración está en taparrabos. El arte que fue llamado de vanguardia, la cultura como instrumento de liberación, la idea misma de la fraternidad universal. Como un cigarrillo fumado, todo un sistema de valores se nos ha convertido en ceniza .

Es difícil evitar la golosa atracción del pesimismo cuando tantos caminos se cierran y tantas palabras parecen haberse convertido en polvo. Las dos principales tentaciones son regodearse en el lodo o, al contrario, reafirmarse en los dogmas añejos. Nihilismo u obstinación, pesimismo o fundamentalismo. La tercera tentación es la indiferencia. Estas tres tentaciones, como tres tristes tigres, parecen asaltarnos en este páramo desolado. No hay que hacerles caso. No hay camino, pero hay que andar. Es decir: hay que seguir pensando. No hay que tener miedo a mirar a los ojos de este tiempo incierto. Y mientras tanto, hay que seguir indignándose, que son muchos los motivos de indignación. Y pelear una y otra vez para conquistar un mínimo de decencia civil. Sin pretender, de momento, respuestas mayores, encaremos al menos las menores. Por ejemplo, y aquí quería llegar: ¿cómo podemos aspirar a un mundo equilibrado y sin tensiones, seguro, amable, justo y cordial si tenemos todavía pendiente, en nuestro pequeño y cálido hogar catalán, no un gran pleito con España (que a lo mejor también), sino el arreglo de nuestro patio trasero? ¿Cómo pueden ser dichas las palabras de Duran Lleida ('van a mandar los Montillas y los Corbachos') sin que nos caiga a todos los catalanes la cara de vergüenza? No ya porque contienen un terrible veneno que no quiero ni verbalizar (casi nadie, ni el mismo que las ha formulado, parece haberse dado cuenta de ello), sino por la deprimente realidad que desvelan: ¿cómo vamos a afrontar los inquietantes retos del futuro, el de la nueva inmigración por ejemplo, si las dos comunidades del país llevan tres o cuatro generaciones viviendo de espaldas, cultivando la indiferencia a pesar de tenerlo todo a favor para intentar el abrazo?

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