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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Contra la ignorancia programada

Fernando Savater

El actual debate sobre la educación, que alcanza afortunadamente a cada vez más países, es sin duda una de las cuestiones esenciales del siglo en rodaje. Y su alcance, si nos lo tomamos en serio, va mucho más allá de tiquismiquis acerca de reválidas e itinerarios docentes (que, por otra parte, tampoco carecen desde luego de importancia). En el fondo, lo que se trata de determinar es si nuestros establecimientos de enseñanza sólo pueden aspirar a preparar el recambio de gestores y clientes necesario para mantener el sistema socioeconómico vigente o ciudadanos críticos capaces de transformarlo, sin concesiones a la violencia o a la demagogia irracional. No se trata de adoctrinar para la rebelión pueril, como hacen a veces adultos irresponsables deseosos de que los niños venguen sus fracasos y derrotas, sino de potenciar una inteligencia cívica que pudiera llegar a ser tan inconformista frente a lo vigente como frente a los vetustos estereotipos que se le ofrecen como recambio. En una palabra, posibilitar la formación de nuevas actitudes democráticas sin cortocircuitarlas pedagógicamente desde la resignación 'realista' o la frustración 'utópica'.

LA ESCUELA DE LA IGNORANCIA

Jean-Claude Michéa Traducción de Isabelle Marc Martínez Acuarela Libros. Madrid, 2002 101 páginas. 10 euros

Como permanecemos chapo-

teando entre las querellas partidistas a corto plazo y la falta de ideas para el futuro, quizá venga bien la sacudida ocasional de algún tratamiento de choque. Para ello, nada como echarse al plato un buen panfleto. Esta obrita de Jean-Claude Michéa lo es, sin duda alguna, y me atrevo a decir que a mucha honra. La gracia del panfleto reside en que opta por la exageración y la desmesura caricaturesca para llamar la atención sobre algo sistemáticamente pasado por alto por el pensamiento conservador: si prefiriese una matizada sobriedad, la unanimidad coral de los bienpensantes haría inaudible su mensaje. El panfletario es como la mamá que ante la salpicadura de sopa en la camisa del niño grita: '¡Te has puesto perdido!'. En caso de protestar menos, no habría posibilidad de convencerle para que se cambiase de camisa.

De todas formas, la mancha señalada por Michéa en la camisa educativa es de bulto. Frente a los constantes lamentos sobre el fracaso escolar y el aumento de efectiva ignorancia entre los alumnos, presentados como disfunciones del sistema, se pregunta: ¿y si tales carencias fuesen en realidad logros de una agenda no explícita, empeñada en conseguir una sustancial reducción de la inteligencia crítica, es decir, de 'la aptitud fundamental del hombre para comprender a un tiempo el mundo que le ha tocado vivir y a partir de qué condiciones la rebelión contra ese mundo se convierte en una necesidad moral'? Desde luego, la respuesta de Michéa es desafiantemente afirmativa. La ideología del capitalismo globalizado quiere maximizar beneficios y minimizar la voluntad cívica. Para perpetuar y prolongar sus instrumentos tecnológicos le basta con formar una élite de privilegiados que reciban en centros privados (y selectivamente caros) una formación científica a la altura de los tiempos, debidamente exigente y disciplinada. Para los demás, basta con urdir un espacio de entretenimientos y juegos, abierto a la cháchara de los buenos sentimientos, en el que los profesores dejen de ser sujetos de saber y se conviertan en animadores de indefinidos debates, concebidos según el modelo de los talk-shows televisivos, algo semejante a un gran parque de atracciones escolar. En este empeño colaboran ya voluntariosamente los nuevos pedagogos, desde la buena conciencia de un progresismo sin lágrimas ni coacciones que ha encontrado su primer y definitivo mandamiento en el 'prohibido prohibir', completado por su corolario '¡considerad vuestros deseos como realidades!'. El resultado es esa proliferación de 'borriquitos con chándal', según la ya inmortal acuñación de Sánchez Ferlosio.

Jean-Claude Michéa pertene-

ce a la aún escasa pero creciente cohorte de los anticapitalistas conservadores, que desconfían razonablemente de una acepción de 'progreso' y 'modernidad' equivalente en casi todos los casos a la simple desaparición de trabas culturales a la expansión sin límites del mercado. De George Orwell (al que dedicó una obra anterior, Orwell, anarchiste Tory) toma la noción de common decency, conjunto de pautas de solidaridad y dignidad laboral anteriores al capitalismo mismo y que paradójicamente posibilitaron sus logros más positivos, aunque ahora se vean arrolladas por su expansión multinacional descontrolada. Pese a que de vez en cuando sus advertencias suenen un tanto a la via Camenbert a la revolución tipo José Bové, ni mucho menos pueden todas ser echadas en saco roto. Sea como fuere, lo bueno de los panfletos inteligentes es que dan una voz de alarma sugestiva incluso para quienes no comparten del todo los presupuestos del panfletario. Tal es el caso de esta obrita, escrita con la intensidad y el debido mal genio que cuadran al género, pero en la que yo habría agradecido un poquito más de humor y no sólo malhumor. Son cosas mías.

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