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LA CRÓNICA
Columna
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La forja de un músico

Que ningún cronista se jacte de poseer en exclusiva el don de escribir acerca de cualquier acto público sin haber abandonado su escritorio y equipado tan sólo con alguna noticia de segunda mano y una buena dosis de imaginación: cuando Richard Wagner llegó a París en 1839, y el hambre y la necesidad le obligaron a frecuentar el trabajo periodístico, no fueron pocas las estampas sobre los espectáculos, las fiestas y los bailes que forjó gracias a los chismorreos e informaciones que le proporcionaban un par de amigos. Aun no era el ególatra irascible que muchos desearían observar en él, y lejos estaba de ser el erudito y culto lector que pudo permitirse el capricho de refugiarse en la abastecida biblioteca que reunió en su casa de Bayreuth. Cuando Wagner y Minna, su mujer, junto a Robber, un perro terranova, huyen de Riga con la voluntad de alcanzar alguna migaja de la fortuna y el triunfo que el azar y las influencias reparten en París, cuentan en su haber con una ópera en cinco actos, Rienzi, y dos actos de una obra inconclusa. Pronto descubren que se trata de un capital ínfimo para asediar los objetivos soñados y que, además, sin el bagaje de un nombre aureolado por la fama, tampoco existe un lugar propicio para ofrecer sus obras puramente instrumentales. En 1839 no se puede hablar todavía de los efectos perniciosos auspiciados por el prestigio de la vida bohemia, pero la imagen de una existencia libre y sin trabas y las caricias de la victoria estética, el reconocimiento del público experto en materias sublimes, siempre ha nutrido la ilusión de los artistas en ciernes que anhelan instalarse en el centro del mundo para obtener la hospitalidad de la consagración. Henri Murger aún no había canonizado la vida pintoresca de los círculos artísticos, el suave devenir diario que encumbraba a los creadores hacia el esplendor del éxito, pero cuando pasea con desolación por las calles de París maldiciendo la fatal indigencia que lo acoge, puede que Wagner presintiera la advertencia que Murger inscribe como leyenda en Escenas de la vida bohemia: 'La vie de Bohème c'est le preface de l'Académie ou la morgue'.

Wagner llegó a París en 1839 y el hambre le obligó a frecuentar el trabajo periodístico retratando espectáculos, fiestas y bailes

Cabe agradecer a los dioses que Wagner no sucumbiera en la lucha por la supervivencia, y que los episodios sórdidos y miserables dirigidos por el frío, las incomodidades y la enfermedad no le arruinaran con avaricia el talento y no le convencieran de que era mucho más fácil recorrer los cafés y las redacciones de los periódicos, fabulando sobre la obra que deseaba componer, que encerrarse en cualquier buhardilla para ordenar los gritos de su alma. Ni los pésimos augurios laborables del presente, ni la súbita desaparición de Robber, acuciado por el hambre, consiguieron hundir la confianza de Wagner en que algún día las balanzas de la suerte se inclinarían a su favor. No se resignó a ser el custodio de una obra maestra desconocida y solitaria y, a la par de los encargos de los arreglos de óperas ajenas, de los popurrís que le pedía un editor musical, un buen ingreso para la subsistencia provino de las novelas cortas, artículos y crónicas que escribió para la Gazette Musicale y el Dresdner Abendzeitung. La escritura no le representaba ningún ejercicio desconocido ya que, antes de la aventura parisiense, en Dresde o en Riga, de su pluma habían salido textos periodísticos que respondían a su permanente obsesión por los límites de la ópera alemana, por el ensayismo teórico, y por las medidas pertinentes para enfrentarse a una necesaria reforma teatral. Pero el escritor que nace obligado por las precarias circunstancias personales no ignora que la presencia en los periódicos representa, asimismo, una fórmula eficaz de promoción de su firma, un atajo para lograr que su nombre penetre en los ámbitos cerrados de una profesión gremial. No hay que buscar en la obra periodística de Wagner la altitud de miras estéticas alcanzada por su vertiente dramatúrgica, pero los trabajos reunidos en Un músico alemán en París (Muchnik, 2001) proporcionan suficiente placer y curiosidad para devorar con fruición mientras se espera que algún editor audaz dispense al lector el festín autobiográfico que Wagner reunió en Mi vida. Por si fuera poco contemplar la mordacidad y el sarcasmo, las estrategias retóricas de una prosa elegante, la calculada elaboración de las andanzas de un joven compositor defraudado por la tacañería de la gloria, esta edición cuenta con unas útiles notas de su traductor, Ángel-Fernando Mayo, artífice también de una rigurosa Guía de Wagner.

En los textos más memorables de Un músico alemán en París, Wagner se desdobla en el narrador y en un 'pobre músico alemán' que deambula por la ciudad atrozmente desengañado mientras suspira por vencer mediante su obra las adversidades que lo reciben con desdén. Aquí y allá aparecen las diatribas contra el público poco virtuoso que no aprecia el genio del artista, contra los petimetres que se concentran en el Jockey Club y convierten sus diálogos en peroratas vacías de contenido. Abunda el resentimiento, pero Wagner siempre se salva gracias al coraje que le regala su sentido del humor, un ánimo jocoso frente a las actitudes grotescas, como si adivinara que el horizonte que le aguardaba no era la cochambre de la morgue, sino el aplauso de la Academia. Al fin y al cabo, el talento que poseía Wagner le permitía intuir que la historia de la música no podía prescindir de la verdad musical, y que mientras forjaba su alma de compositor nada era más oportuno que permanecer fiel a su credo estético, al otro lado de la frontera donde habitan los que serán castigados el día del Juicio Final, 'todos aquellos que en este mundo se atrevieron a practicar usura con el sublime y casto arte, que lo deshonraron y lo degradaron por perversidad del corazón y vil ansia de voluptuosidad' y que, como cruel escarmiento, sólo merecen 'oír su propia música por toda la eternidad': de ser cierto, más de uno debería temblar.

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