_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Burbujas de babas

¿Podemos opinar en libertad? Esa era la pregunta. El espinazo de la tribuna. Me proponía torturarles con una columna de opinión. Sin embargo, en un ejercicio de sinceridad, diré que yo no he nacido para opinar. A lo sumo, soy capaz de interpretar la realidad desde unos parámetros de distancia, pero la opinión se la dejo a los que saben. Por eso, cuando me preguntan: '¿Usted qué opina?', yo suelo contestar: 'Pues mire, yo no opino nada, y en caso de opinar algo, opino lo que usted', y entonces, sólo entonces, es cuando recibo el amor de la gente.

Y es que, ¿para qué quiere uno opinar? Si yo estimo, por ejemplo, que España no va bien, ¿le voy a asustar a usted? Si yo sospecho, en una consecuencia lógica, que la cosa se pondrá peor para todos, ¿le sorprendo mucho opinando que vamos de culo? ¡Oh, sí!, este es un país libre -a qué me suena eso, ¿a película?- y cada uno puede decir lo que quiera.

Lo peor es que lo contrario, negarse a opinar, un deporte bastante practicado por la gente del mundo feliz, le produce a uno la misma sensación que estar muerto. Es una muerte dulce y liberadora. Eso sí, de cuando en cuando a uno le entran ganas de regresar de fantasma al mundo de las ideas, y de mortificar a los vivos con sus dictámenes de muerto. Son las conocidas opiniones de un cadáver. Hace poco, una amiga me dijo: 'Cuéntamelo, pero no opines'. Y la verdad es que se lo agradecí. Me había liberado de una carga tremenda. Muy por el contrario de sentirme ofendido por mi falta de crédito, creí que casi podía opinar sin que se notase. Fernando Pessoa reflexionaba, cariacontecido: 'Hecha excepción de las cuestiones intelectuales, en las que he llegado a conclusiones que me parecen seguras, cambio de opinión diez veces al día; mi mente sólo permanece estable ante cosas en las que no existe posibilidad emocional. Sé qué pensar acerca de tal o cual doctrina filosófica, o de tal problema literario, pero nunca he podido tener una opinión firme sobre cualquiera de mis amigos, o de mis actividades externas'.

El factor emocional, por lo visto, es concluyente a la hora de opinar. Fernando Pessoa se declaraba incapaz de opinar objetivamente sobre sus amigos o sus amores, pero la duda va más allá. Este factor emocional lleva a muchos a estar visceralmente convencidos de sus opiniones, prácticamente fisiológicas, lo cual se parece mucho a una cárcel de emociones decorada de ideología. Es una cuestión intestinal. Tanto hablar del botellón de nuestra juventud perdida, cuando deberíamos mirarnos a nosotros mismos en nuestro propio espejo. ¿Dónde están la tolerancia y la comprensión, dónde está la rebeldía, y dónde está la cultura? ¿Somos capaces de educar a nuestros vástagos en un clima de confianza, con absoluta libertad, y, sobre todo, con valentía para opinar?

Lo más extravagante sería pensar que, si nadie opinase, el mundo marcharía mejor. Pero usted dirá, 'es que alguien debe opinar', y es cierto, no somos insectos, pero dejar opinar a alguien sería como otorgarle un derecho especial sobre los demás que no opinamos. Sería una aristocracia de la opinión, un concepto a todas luces indeseable en el mundo democrático (sic) que todos deseamos. Y eso es lo que quieren muchos, cercenar de un modo u otro todo juicio de valores que no pertenezca a su bloque. Lo cual me hace pensar que hay opiniones nefastas por su forma, por su manera de manifestarse, sea cual sea su contenido. Por ello sería lícito eliminar la opinión del mundo. Al menos por un día. Que absolutamente nadie opine nada. Que nadie se apropie del derecho a opinar. Que las valoraciones se pierdan como papeles en la playa. Que el silencio sea medicinal.

Y la vida sigue, opino. Es la única certeza que tengo en este mundo de inseguridades crecientes. Lo sé porque veo a antiguas conocidas empujando el carrito de los críos. Nos dijeron que hacían falta niños, y ahí están, certificando que la vida continúa, a pesar de las amenazas de atentados mundiales. Tal vez deberíamos pedirles su opinión a ellos, a los bebés que todavía no saben hablar. Nos responderían con burbujas de babas, para lo que hay que decir.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_