Ya lo sabíamos
Abrías el grifo y había agua. El interruptor no dejó de funcionar. Ni Internet. El día 20 tampoco nadie dejó de comer, salvo los muy ocupados y los muy pobres; es decir, lo de siempre. La gente siguió llamando por teléfono y andando por la calle. Las amas de casa pasaron el aspirador. Las ciudades no cambiaron de lugar y las montañas permanecieron impertérritas. Los pajaritos se escondían del calor y para mucha gente, hiciera o no huelga, eso fue también lo más acuciante.
Todos sabíamos que, pasara lo que pasara, el día 21 unos dirían que la huelga había sido un éxito y los otros que había sido un fracaso. Estamos acostumbrados a que nuestras percepciones personales siempre resulten ser engañosas para otros muchos: cada día nos sorprende menos que lo que vemos, oímos o sentimos, apenas tenga algo que ver con lo que nos cuentan que sucede. Es el caso de la televisión, por ejemplo. Por ello resulta tan entretenido constatar que lo que explican sobre nosotros tantas imágenes tiene mucho más que ver con los marcianos que con lo que nosotros pensamos que sucede a nuestro alrededor.
Ese es, pues, uno de los grandes atractivos de la televisión: confirmarnos que no somos famosos, ni poderosos, ni criminales, ni bellezas irresistibles, ni espíritus iluminados, ni magnates con problemas, ni burócratas cerriles, ni bufones del reino. El día 21, además, constatamos que ni hemos sido huelguistas furiosos ni formamos parte de un gobierno cuyas pretensiones sobrepasan, con creces, su voluntad de solucionar problemas reales. Cosa que siempre resulta tranquilizadora, precisamente porque ya lo sabíamos.
O sea, que la huelga fue un éxito y, a la vez, no lo fue. Es justo lo que cabía esperar que sucediera. Prueba de ello es que ni los sindicatos desaparecieron del mapa, como tal vez esperaban algunos, ni tampoco José María Aznar cayó fulminado por una iluminación que le transformara en el hombre más simpático de España. Desde luego, los problemas que habían impulsado la huelga permanecieron en tamaño, dimensión y amplitud, con lo cual lo que todo el mundo pensó -en ese fuero interno, atónito ante la realidad televisiva- es que habían crecido.
Así que, como era previsible, el día 21 había más problemas que el 19. Cosa que tampoco resultó nada raro: lo extraño, ahora mismo, es justamente que alguien se ponga de acuerdo para algo que no sea crear más problemas, como se ha visto en la, también muy previsible, cumbre de Sevilla. Si teníamos líos con la inmigración, ahora habrá más, gracias a ese espíritu de fortaleza resistente que invade hasta los espíritus hasta hace poco tan liberales. Y si la Unión Europea, a trancas y barrancas, hacía un recorrido lento y pausado, ahora ese afán de pisar fuerte se mezcla con la prisa -no justificada por la lógica reparación histórica- por incorporar los problemas de la Europa del Este a los propios.
Por si todo eso es poco, se prepara una reforma de la instituciones europeas que, según las interpretaciones más extremas, quisiera suprimir el Parlamento Europeo y hasta la Comisión para sustituirlas por un superpresidente de Europa elegido por los gobiernos. Y es vox pópuli que el nombre de José María Aznar suena para ese puesto esplendoroso. Todo lo cual, por supuesto, no significa que las cosas vayan a suceder así. Pero, acostumbrados como estamos a la ley de Murphy (todo lo que puede empeorar, empeora), la gente, como mínimo, anda con la mosca tras la oreja, no vaya a ser que a alguien se le ocurra organizar un eje del bien del que obligatoriamente haya que formar parte para no desmerecer del conjunto, como oportunamente informará la televisión. ¡Qué tiempos estos en los que tantos sabemos que no estamos donde tenemos que estar! Con ese espíritu animoso, nos vamos de verbena. También lo sabíamos.
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