La huelga y su 'teleñeco' Pío
Yo, de Canal Plus, pagaba una pasta a este chico, lo rescataba de esa tontería de ser ministro portavoz, le perdonaba sus antiguas lágrimas por el difunto generalísimo (que con tan malas artes enseñó el pérfido Gran Wyoming) y lo contrataba para los Teleñecos. Hay personajes que consiguen superar a la caricatura con tal arte que se convierten ellos mismos en su mejor caricatura, tanto que ésta ya no tiene sentido. Díganme ustedes quién es mejor Ubú rey, si el Ubú de Boadella o el que hace de presidente en trámite... Y desde luego, por mucha fuente indómita que fluya de las axilas del teleñeco, ¿habrá nunca mejor caricatura en la historia del sarcasmo, que la de Camacho en conferencia de prensa? Pero lo que nunca hemos visto es al personaje haciendo él mismo de teleñeco: la culminación del esperpento, el despiporre, la coña marinera en estado orgásmico. Si Canal Plus consigue fichar a Pío Cabanillas para hacer de Pío Cabanillas, habrá llegado a la perfección del humor. ¿Lo vieron ustedes a las ocho de la mañana, cual obrerito aplicado, aseverando que los trabajadores, miles, iban todos a trabajar a la España-va-bien, y nadie del mundo, excepto cuatro rojos desaforados y cinco pesoes desleales, hacían huelga? ¿Lo vieron en la culminación de su papel de ministro micrófono, con su flequillito al sol, su vocecita de sobrino ideal -que para yerno hacen falta fonemas más guturales, ggggg...-, su verbo cual parte del No-Do y su dedito acusador, Rodríguez Zapatero malo, marcando la versión oficial del día oficial de huelga? Después vendrían los aprendices: Rato a eso de las diez, Aparicio apareciendo más tarde, Rajoy a las cinco, con su preclara inteligencia aforando por el puro, 'la huelga general ha sido bastante poco general', y en las tinieblas de un hotel madrileño, arropado por los Berlusconis que mandan en la Europa del orden, Él, divino y bigoteado, sereno en medio del caos, circunspecto, alzando la voz en la oscuridad, clamaba: 'No pasa nada'.
Nada pasaba, entre otras cosas porque esto que hemos montado desde hace 25 años empieza a saber andar con una cierta madurez. El domingo pasado, servidora, que predicaba desde las aulas de la Pontificia de Salamanca junto con Garaikoetxea, Carrillo, Sánchez Terán y Alfonso Osorio, todos hablando de lo conjunto a pesar de lo muy distintos que éramos, oía en boca de Carrillo una frase extraordinaria: 'Claro que hubo ruptura. Lo que hoy tenemos nace de la ruptura. Pero hay que trabajarlo cada día, que la democracia es indolente'. Y si algo empieza a funcionar en este paisaje de desencuentros mal pactados, es justamente el sólido paisaje donde desencontrarse. Con sus más y sus menos, sus trabajadores que querían huelgar y no les dejaban los jefes, y sus autónomos que querían trabajar y no les dejaban los piquetes, la democracia sabe funcionar incluso cuando decide parar las máquinas. Sin embargo, cuando Aznar decía lo de 'no pasa nada', ¿se refería a la normalidad democrática con la que se vivía la huelga, o se refería a que, casi casi, ni huelga había? Puesto que conocemos el pelaje, y el teleñeco, a las ocho, ya nos había indicado el camino, no tenemos ninguna duda de que la nadería de Aznar se refería a la nada de la huelga.
Y ese es el quid, si me permiten. El quid de la miseria es una huelga que paraliza los sectores básicos de una sociedad, que deja el consumo eléctrico en mínimos de 20%, que saca a la calle a más de dos millones de personas y que no existe para un gobierno. El quid es la información convertida en parte de guerra, el gobierno convertido en búnker, la política convertida en arrogancia y los problemas de la gente convertidos en consignas baratas para tirar desde las barricadas. La barricada, ayer, no estaba en la calle, donde la gente ejercía un derecho democrático fundamental con la normalidad de la lección histórica aprendida. La barricada estaba en el ministro micrófono despreciando la pura, simple, llana realidad. La barricada estaba en La Moncloa.
Miserias, las hubo en todas partes. Quede esto dicho en favor de la seriedad. Llegar a la necesidad de una huelga general ya es un fracaso de todos; en todo caso lo es convertir un desacuerdo de fondo en algunos artículos de una ley, en un día de choque global. También resulta miserable la dificultad con que unos y otros ejercen sus derechos, tanto el derecho a hacer huelga como el de trabajar, por lo que resulta imperiosa, de una puñetera vez, una ley de huelga que acabe con los abusos. Abusos en ambos lados..., querido Él... Como también forma parte de la autocrítica la poca autocrítica histórica de los sindicatos con algunos sectores del mundo laboral, como los autónomos o los jóvenes, demasiado fuera del planeta sindical. Pero por mucho que flagelemos el costado progresista, gentes que estamos acostumbradas a ejercer la dialéctica con nuestras propias contradicciones, la miseria en mayúsculas no habitó en nuestro lado. Habitó en el búnker de un poder que desprecia el principio de la información, como si estuviera en los mejores tiempos de la propaganda, y que cree que la cultura del gobernar se conjuga con el verbo imponer. El desprecio a los otros, aunque sean la evidencia de millones, es innato a la concepción autoritaria que los define.
Por eso, Pío Cabanillas cumplió a la perfección su misión. Y por eso su teleñeco no le supera. Si la información es la propaganda, la discrepancia el enemigo, y la razón sólo habita en el corazón de la autoridad, ¿quiénes son los mejores ministros?: los mejores ministros son las caricaturas.
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