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HUELGA GENERAL CONTRA EL 'DECRETAZO'
Columna
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'Normalidad'

Antonio Elorza

Al anunciar en uno de sus teatrales discursos desde el balcón del Palacio Venecia la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial, Mussolini cerró su intervención con una orden. A partir de ese momento sólo debía pronunciarse una palabra: vincere, vencer. Con la misma consigna afrontó el presidente Aznar la crisis desencadenada por la convocatoria de huelga general. En el partido imaginario frente a los representantes de los trabajadores, o mejor, frente a unos sindicatos que a su entender amparaban la pretensión de los vagos de vivir a costa de los activos, no le valía el empate, sino la victoria. A lo largo de todas sus intervenciones en las semanas que precedieron a la jornada de ayer, argumentos hubo pocos, casi ninguno, a no ser el absurdo de descalificar la huelga porque la economía ha evolucionado favorablemente.

No hay violación más clara del derecho de huelga que la practicada por el Gobierno del PP

En todo momento, lo que manifestó Aznar, y a su lado con particular intensidad Rato, fue una ira mal contenida: los sindicatos se han atrevido a desafiarnos, pues se van a enterar. Para algo ambos, como el joven Chozas, como Fernández-Miranda, como Cabanillas, son los descendientes inmediatos de los vencedores que siguieron venciendo tantos años. Así afrontaron este conflicto y, lo que es peor, así se van a manifestar verosímilmente con creciente intensidad en los próximos tiempos en línea con lo que viene sucediendo desde que el PP obtuvo la mayoría absoluta y Aznar pudo quitarse la máscara centrista, en una coyuntura europea que lo favorece. Más allá de los contenidos regresivos del decreto, era ese viraje autoritario lo que justificaba la huelga, al borrar de un plumazo seis años de diálogo entre Gobierno y mundo sindical. Un anuncio de lo que está por venir y que obviamente no responde a exigencia alguna de racionalización económica, sino al propósito de definir con claridad mayor aún las relaciones de poder entre Gobierno, capital y trabajo.

La fórmula para esa victoria está ya patentada desde que el 14-D el Gobierno de Felipe González fue cogido por sorpresa. Los instrumentos fundamentales para garantizar un amplio ejercicio de la libertad de trabajo, léase para romper la huelga y sobre todo para borrar su imagen, consisten en la maximización de los llamados 'servicios mínimos', en la movilización de la policía contra los piquetes y en el control, antes, en y después de la huelga, de los medios de comunicación, de TV y prensa por este orden, no sólo evitando el apagón del 14-D, sino convirtiéndoles en transmisores de los mensajes deseados por el Gobierno: descalificación de la huelga antes, dictamen de fracaso después y, en el curso del conflicto, declaración de 'normalidad', lo que sugiere el fracaso de la huelga presentada de modo subliminal como perturbación del orden, y no como ejercicio de un derecho (Isabel San Sebastián en Antena 3, por ejemplo, debía llevar instalado un repetidor con la palabreja, asociada a 'tranquilidad' e incluso a 'felicidad'). No es que Fidalgo y Méndez hayan dado una lección de claridad expositiva en el curso de los preparativos del 20-J, pero de haberlo conseguido su discurso hubiese quedado de todas maneras sepultado por el bombardeo de los mensajes oficiales, retenidos sólo alguna vez por miedo al efecto bumerán que suscitaba el tono desafiante de Aznar.

Pero la clave está en la combinación 'servicios mínimos' y acción policial. No hay violación más clara del derecho de huelga que la practicada por el Gobierno y las administraciones del PP al imponer unos 'servicios mínimos' que en amplios sectores suponen la persistencia de un funcionamiento forzosamente normal. Ejemplos emblemáticos: televisión o los servicios administrativos del Congreso. Desde Galicia, Fraga recordó sus tiempos de cazador de huelgas y de huelguistas. Y como en la canción de Pi de la Serra, la policía estuvo al servei dels ciutadans, asumiendo un insólito protagonismo en la distribución de la prensa: sólo le falta la dirección enérgica de un Pedro Jota como ministro del Interior para recuperar la función de antaño. La coacción de los piquetes es perseguida, la de los patronos amparada: un juego demasiado desigual, que devuelve a la huelga todo su contenido de instrumento de la democracia para mantener lo que queda de ciudadanía social. Y en el Congreso, cómo no, normalidad, con Defensor del Pueblo incluido. El PSOE, como el alma de Garibay, entre la comprensión y el distanciamiento, acude en rebaño al pleno, refrendando esa situación de normalidad que le será sin duda pertinentemente aplicada por los electores tras no aportar al conflicto ni un atisbo de análisis ni de determinación.

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