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Columna
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Responsabilidad antidroga

La reciente celebración en Bilbao de la II Conferencia sobre la Reducción de Riesgos Relacionados con las Drogas ha coincido con la publicación de un estudio que revela que cerca de la mitad de los padres españoles se sienten desorientados a la hora de plantearse la educación de sus hijos adolescentes. Esta desorientación me ha hecho pensar en otra. En la de Justine, una de las protagonistas del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, que confiesa haber pasado su infancia rodeada de 'esas cosas que los niños presencian y acumulan para fortalecer o desorientar sus vidas'.

Hay dos elementos clave en esta frase. Uno es el verbo contemplar, que subraya la parte de mimetismo del aprendizaje de la vida. Los niños y los jóvenes se construyen básicamente por imitación, copiando lo que ven. Y recordarlo puede valer lo que una brújula. La segunda pieza clave de la frase de Justine es la disyuntiva. La posibilidad de 'o' de salir bien o mal parado de la primera parte de la existencia; derecho o torcido, dotado o desprovisto de recursos personales suficientes para el resto. Ese es el temor de muchos adultos: que en el paso obligado de la adolescencia se abra, de repente, una encrucijada de caminos. Es decir, el riesgo real de tomar por el malo; por el callejón sin salida, por la cuesta arriba que acaba desembocando en lo peor.

En la cabeza de la mayoría de los padres -también lo revela el estudio citado- las drogas son el cruce más temido, la amenaza primera. Y se comprende, porque las noticias son cada vez más alarmantes: jóvenes intoxicados, incluso muertos, una semana sí y otra también. O chavales que parecen consumir cualquier cosa, a lo bestia, expresión ésta que puede usarse incluso en sentido literal, que lo último que pone es la quetamina, un anestésico de uso veterinario.

¿Cómo combatir entonces este cruce? ¿Cómo reducir al máximo sus riesgos de desorientación? Yo creo que la respuesta -y consecuentemente la solución- hay que buscarla más en el cómo que en el qué de estos consumos, es decir, en la manera que tienen los jóvenes de relacionarse con las drogas. Hay algunos que no se relacionan en absoluto. Otros lo hacen de un modo racional, informado y coherente con su necesidad de estar al día, y de experimentar y descubrir -la construcción de un ser humano pasa por muchas iniciaciones, incluidas las de este tipo-. Y sólo un tercer grupo consume sin cabeza. Lo que diferencia a unos de los otros es, simplemente, el grado de madurez.

Por eso contribuir a la maduración de los jóvenes me parece el método más eficaz para combatir los efectos nocivos del consumo de drogas. No hay mejor tutela -más ancha, más reconfortante- que la autotutela. No hay mejor control -más justo, puntual y exhaustivo- que el autocontrol.

En este sentido, entiendo que las intervenciones antidroga, privadas e institucionales, no deben centrarse únicamente en la persecución y prohibición de los consumos -la represión es una forma extrema y aberrante de tutela que en nada fomenta el crecimiento personal-, sino incluir entre sus objetivos fundamentales la lucha contra la creciente infantilización de los adolescentes. O lo que es lo mismo, el desenmascaramiento y la supresión de tanta práctica, tanto juego, tanto truco mediático idiotizador y robotizador de la juventud. De tanto modelo de calco, inconsistente y titerizado.

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Frente a la droga, la mejor receta es la responsabilidad en dosis altas. Y el recordatorio, sanamente transmisible -y que vale aquí también lo que una brújula-, de que la responsabilidad es la forma más sutil de la libertad. Por no decir la única, la verdadera.

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