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CRÓNICAS
Columna
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Un privilegio de la vejez

Juan Cruz

Lo que contó Francisco Ayala el último miércoles en el Círculo de Bellas Artes de Madrid fue fascinante, como un cuento al borde del sueño. El escritor granadino, que recibía, en ese acto, vía televisión, la Medalla de Oro de Bellas Artes de Granada, contó que en su infancia siempre convivió con un cuadro que debía ser una evocación de san Juan orante; ese cuadro estuvo siempre como la memoria de lo mejor de sus sueños, en los años mejores de su vida, cuando el calor es una atmósfera familiar y recóndita, secreta y todavía misteriosa. Un día ese cuadro desapareció de su casa y de su vida, pero estuvo siempre en su recuerdo, como otro cuadro, éste pintado por su madre, que sigue en su casa de Madrid, será patrimonio de la Fundación Francisco Ayala cuando él falte y le sirvió siempre para recordar el jardín granadino, las delicias del tiempo largo y feliz de la infancia, este jardín de las delicias que su madre le dejó como un cordón sin fin de recuerdos y de imágenes. Pero el otro cuadro, aquel que desapareció, se perdió en el misterio, incluso en el misterio de quién pudo haber sido su autor. Hasta que hace algún tiempo, contemplando una exposición de Alonso Cano, el maestro Ayala creyó vislumbrar reflejos de aquella pintura que le había fascinado en la niñez, y ahora cree el escritor que quizá fue de Alonso Cano la otra obra que alimentó sus sueños.

Lo contó Ayala ante un auditorio bicéfalo, una cabeza estaba en Granada y otra cabeza estaba en Madrid, y se comunicaban ambas vía televisión. Fue un acto muy especial; no es muy común que la técnica se alíe para actividades académicas de este carácter; Ayala nació con el cine, prácticamente, es un gran usuario de los cinematógrafos y un exigente, pero habitual, telespectador. Verle ante un televisor, e incluso en televisión -fue magnífica su presencia en el programa Los libros, de Armas Marcelo-, no es extraño, pero en aquella atmósfera vespertina del Círculo, con sus cortinajes entrecerrados y sus luminarias decimonónicas, ante la tauromaquia de Goya y en torno a la mesa solemne de las reuniones directivas, ese televisor parecía configurar aún más la atmósfera onírica a la que el discurso de Ayala nos condujo.Además, razones técnicas -la luz del atardecer, que tiene esos tornasoles- le llevaron a Ayala a leer con mucha parsimonia su testimonio de gratitud por la medalla; incluso ese aire entrecortado de la lectura le dio a la presencia de Ayala ante la cámara, en Granada y en Madrid, esa parte de susurro de la memoria que tenía sin duda su discurso.

Ayer decía aquí Mario Benedetti que la infancia es un privilegio de la vejez; la lucidez y el calor con los que Ayala evocó aquel tiempo desde éste que vive ahora confirma una vez más no sólo su hondura como memorialista, sino la evidencia de que su vida ha estado impresionada por ese recuerdo infantil que llenó de imágenes lo que habría por venir. Dijo Ayala que ese testimonio suyo, en el que todos nos podemos ver reflejados, ahora o más tarde, era el de 'aquel niño que es hoy un anciano en las postrimerías de su existencia', a quien la infancia había llevado por el camino de las imágenes. Dice José Saramago que uno viaja siempre con el niño que fue; Ayala lo ha hecho siempre, está en sus escritos e incluso en su actitud, esa especie de rabia bienhumorada que le defiende de las estupideces de la vida, y ese niño aflora ahora con dos símbolos de su residencia literaria, la capacidad para apreciar la pintura y la capacidad para decirla entre sueños.

Es curioso, cuando Ayala cumplió 95 años, el artista Juan Vida le regaló en Madrid un cuadro que era su retrato, y ahí el escritor evocó también su infancia, los recuerdos que tenía de entonces y su relación con el propio padre del pintor, que había sido su amigo en aquellos años granadinos. Ahora ha vuelto a Granada, aunque fuera por televisión, y ha regresado al honor de esos años, cuando se hizo mirando. Le aplaudieron mucho, en Granada y en Madrid, y después dicen que se tomó un whisky, como siempre, mirando cómo esta ciudad que vio gris cuando regresó del exilio le ofrece el privilegio que le corresponde a su edad: gozar de la amistad, la luz y la persistencia gozosa de los privilegios de recordar la infancia.

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