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LA INMIGRACIÓN
Columna
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En busca de un nuevo consenso

José María Ridao

PESE A SU APARENTE inocencia, la idea de que la ultraderecha identifica bien los problemas pero ofrece soluciones inaceptables esconde una de las mayores concesiones que el pensamiento democrático ha terminado por hacer a los movimientos populistas y autoritarios. Y esconde una de las mayores concesiones porque lo que hoy debería ocupar el debate político e intelectual en Europa no es, de entrada, el tratamiento de la inmigración como si ésta constituyese un fenómeno inexplicable y sobrevenido. En realidad, existe un debate previo y hasta ahora nunca abordado con suficiente rigor, y que consiste en determinar sus causas.

Si bien se mira, existe una lógica descarnada en el hecho de que Le Pen, Haider o Fortuyn insistieran en iniciar sus razonamientos sólo a partir del momento en que el inmigrante se encuentra en suelo europeo, haciendo sistemática abstracción de cualquier dato que pueda mostrar el contexto en el que se produce su venida. Es en buena medida cierto que, frente a esta actitud, la estrategia de la izquierda durante la última década consistió en tratar de reconstruir ese contexto, o, mejor, tan sólo una parte de ese contexto: la relativa a las penosas condiciones económicas y políticas en las que se suelen encontrar los países de origen de la inmigración. Así las cosas, y mientras la derecha se mantenía a cierta distancia de la disputa, las alternativas ante el creciente flujo de trabajadores extranjeros se iban reduciendo a dos: o se aceptaba la posición implacable de la ultraderecha, desde la que se protegía con inquietante eficacia la identidad nacional y la seguridad ciudadana, o se optaba por la aproximación solidaria de la izquierda, en la que tanto una como la otra sufrían un evidente y severo menoscabo. Vista la abierta preferencia del electorado europeo por la primera de las opciones, la derecha democrática ha salido de su mutismo y, enarbolando el argumento de que no se puede dejar a la ultraderecha y al populismo la bandera de la inmigración, ha responsabilizado del desaguisado a la aproximación solidaria de la izquierda, preponderante hasta los avances electorales de Fortuyn y Le Pen. Incluso la propia izquierda, alarmada por las derrotas sufridas, ha emprendido una revisión de sus posiciones y ha decidido jugar también en el terreno marcado por los movimientos xenófobos.

De este modo, el debate sobre las causas de la inmigración parece haberse alejado definitivamente, y, en consecuencia, ya sólo es posible discutir acerca de su tratamiento, dando por descontado que se trata, en efecto, de un fenómeno inexplicable y sobrevenido.

Se ha iniciado así una imparable escalada en la que los partidos democráticos pugnan en dureza con la ultraderecha y los populistas, deseosos de ganarse a un electorado al que ya no se le exige actuar con responsabilidad de ciudadanos, sino comportarse como un conjunto de individuos sin moral ni convicciones, cuya única misión consiste en otorgar la victoria a quien exhiba mayor determinación en contra de los inmigrantes. Por más que se trate de guardar la calma, lo cierto es que esta deriva de las democracias europeas contiene el germen de su destrucción, puesto que, de día en día, son más las garantías legales que están siendo conculcadas; más las leyes cuyo desenfadado arbitrismo e imposibilidad de cumplimiento están deteriorando la noción misma de legalidad; más las excepciones aceptadas al principio de no discriminación por razón del origen, la raza o el credo.

Si los partidos democráticos, los de derecha y los de izquierda, no corrigen este rumbo; si no sustituyen el debate acerca del tratamiento de la inmigración al que quieren arrastrarlos la ultraderecha y el populismo, por el debate acerca de sus causas, puede que acaben poniendo en peligro la misma democracia que imaginan defender.

Porque la inmigración no es un fenómeno inexplicable ni sobrevenido, sino el reflejo inevitable de la desregulación de los mercados financieros y de la liberalización parcial del comercio mundial sobre el mercado internacional del trabajo. En este sentido, no son leyes de extranjería más duras lo que necesita Europa para preservar su modelo de convivencia, sino un nuevo consenso que, a diferencia del de Washington, y por oposición a él, reintegre el mercado de trabajo en el análisis económico internacional y trate de buscar un equilibrio entre los flujos de capitales, bienes y trabajadores.

PESE A SU APARENTE inocencia, la idea de que la ultraderecha identifica bien los problemas pero ofrece soluciones inaceptables esconde una de las mayores concesiones que el pensamiento democrático ha terminado por hacer a los movimientos populistas y autoritarios. Y esconde una de las mayores concesiones porque lo que hoy debería ocupar el debate político e intelectual en Europa no es, de entrada, el tratamiento de la inmigración como si ésta constituyese un fenómeno inexplicable y sobrevenido. En realidad, existe un debate previo y hasta ahora nunca abordado con suficiente rigor, y que consiste en determinar sus causas.

Si bien se mira, existe una lógica descarnada en el hecho de que Le Pen, Haider o Fortuyn insistieran en iniciar sus razonamientos sólo a partir del momento en que el inmigrante se encuentra en suelo europeo, haciendo sistemática abstracción de cualquier dato que pueda mostrar el contexto en el que se produce su venida. Es en buena medida cierto que, frente a esta actitud, la estrategia de la izquierda durante la última década consistió en tratar de reconstruir ese contexto, o, mejor, tan sólo una parte de ese contexto: la relativa a las penosas condiciones económicas y políticas en las que se suelen encontrar los países de origen de la inmigración. Así las cosas, y mientras la derecha se mantenía a cierta distancia de la disputa, las alternativas ante el creciente flujo de trabajadores extranjeros se iban reduciendo a dos: o se aceptaba la posición implacable de la ultraderecha, desde la que se protegía con inquietante eficacia la identidad nacional y la seguridad ciudadana, o se optaba por la aproximación solidaria de la izquierda, en la que tanto una como la otra sufrían un evidente y severo menoscabo. Vista la abierta preferencia del electorado europeo por la primera de las opciones, la derecha democrática ha salido de su mutismo y, enarbolando el argumento de que no se puede dejar a la ultraderecha y al populismo la bandera de la inmigración, ha responsabilizado del desaguisado a la aproximación solidaria de la izquierda, preponderante hasta los avances electorales de Fortuyn y Le Pen. Incluso la propia izquierda, alarmada por las derrotas sufridas, ha emprendido una revisión de sus posiciones y ha decidido jugar también en el terreno marcado por los movimientos xenófobos.

De este modo, el debate sobre las causas de la inmigración parece haberse alejado definitivamente, y, en consecuencia, ya sólo es posible discutir acerca de su tratamiento, dando por descontado que se trata, en efecto, de un fenómeno inexplicable y sobrevenido.

Se ha iniciado así una imparable escalada en la que los partidos democráticos pugnan en dureza con la ultraderecha y los populistas, deseosos de ganarse a un electorado al que ya no se le exige actuar con responsabilidad de ciudadanos, sino comportarse como un conjunto de individuos sin moral ni convicciones, cuya única misión consiste en otorgar la victoria a quien exhiba mayor determinación en contra de los inmigrantes. Por más que se trate de guardar la calma, lo cierto es que esta deriva de las democracias europeas contiene el germen de su destrucción, puesto que, de día en día, son más las garantías legales que están siendo conculcadas; más las leyes cuyo desenfadado arbitrismo e imposibilidad de cumplimiento están deteriorando la noción misma de legalidad; más las excepciones aceptadas al principio de no discriminación por razón del origen, la raza o el credo.

Si los partidos democráticos, los de derecha y los de izquierda, no corrigen este rumbo; si no sustituyen el debate acerca del tratamiento de la inmigración al que quieren arrastrarlos la ultraderecha y el populismo, por el debate acerca de sus causas, puede que acaben poniendo en peligro la misma democracia que imaginan defender.

Porque la inmigración no es un fenómeno inexplicable ni sobrevenido, sino el reflejo inevitable de la desregulación de los mercados financieros y de la liberalización parcial del comercio mundial sobre el mercado internacional del trabajo. En este sentido, no son leyes de extranjería más duras lo que necesita Europa para preservar su modelo de convivencia, sino un nuevo consenso que, a diferencia del de Washington, y por oposición a él, reintegre el mercado de trabajo en el análisis económico internacional y trate de buscar un equilibrio entre los flujos de capitales, bienes y trabajadores.

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