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Otra España

Antonio Elorza

'La modernización había llegado, ajena a la moral y a la justicia', escribió Juan Goytisolo de la España de los sesenta. La paradoja, añade el autor de Señas de identidad, es que el aprendizaje acelerado que hicieron los españoles de los usos y de los valores de las sociedades industriales tuvo lugar 'bajo un sistema primitivo y originariamente creado para impedirlo'. En contra de lo que puede leerse en una reciente historia del franquismo, no fue éste 'una autocracia modernizadora'; la modernización se dio a pesar de la carga de arcaísmo que imponían la gestión y la mentalidad del autócrata. Fue una labor de topo, protagonizada por la sociedad española a partir de su enlace con Europa, la que creó las precondiciones para que por fin hubiera otra España, de modo que la transición consistió en gran medida en el proceso de ajuste del régimen político a los cambios sociales y económicos iniciados en 1959. Nueva paradoja, la cerril desconfianza del viejo dictador lo favoreció de modo involuntario al agostar los proyectos de quienes, como Fraga, pretendieron en vida suya poner en pie un sistema autoritario. Las primeras elecciones democráticas, cuyo 25º aniversario ahora conmemoramos, fueron ante todo la expresión de la distancia insalvable entre una sociedad plural, consciente de los progresos alcanzados, y toda pretensión de dar continuidad política al franquismo. Ciertamente, el 15 de junio de 1977, el panorama político distaba aún de encontrarse despejado, con la espada de Damocles de un eventual golpe militar y la inconsistencia de un partido de Gobierno formado por aluvión de personalidades y grupos extraídos en buena parte del régimen. Pero el no pronunciado por las urnas privaba de legitimidad a todo intento de volver al pasado. Por fin, la guerra civil había terminado.

Para alcanzar esa meta, intervinieron distintos factores, y no sólo la hábil actuación del nuevo Monarca, disciplinado heredero del dictador y seguramente antifranquista de corazón, vacunado además por el ejemplo de su cuñado Constantino de Grecia: contemporizar con unos espadones opuestos a la democracia sólo servía para perder sin honor la Corona. Por añadidura, una vez muerto Carrero, el vacío político del neofranquismo resultaba evidente. Los poderes económicos no eran demócratas natos, pero sabían que sin cambio político no había acceso favorable al mercado europeo. Y por encima de todo, la sociedad civil, desde los órganos de opinión a los trabajadores organizados, había dejado ver en pocos meses su clara preferencia por el cambio pacífico que Adolfo Suárez supo encauzar.

Hubo, sin duda, un precio a pagar, en especial por aquella izquierda que con más intensidad se había opuesto a la dictadura, recibiendo de plano su represión en forma de encarcelamientos y ejecuciones desde 1939. Muchos temieron, incluso en la prensa progresista, que el PCE, montado además en la fugaz onda de popularidad del 'eurocomunismo', lograra en las elecciones una posición hegemónica en la izquierda similar a la conseguida por el PCI en Italia. Sin embargo, todo quedó en un momento de entusiasmo y de esperanza, seguido pronto de la frustración, al modo de la historia que en otro orden temático contaba una película de éxito en aquellos días, Asignatura pendiente, de José Luis Garci. El largo paréntesis represivo del franquismo en el plano sexual cedía paso en el relato a la feliz consumación de un adulterio, nada menos que bajo un retrato de Lenin, si no recuerdo mal, entre quienes de adolescentes se vieran cohibidos en su relación. Pero de inmediato todo volvía al orden, como siempre ocurre en la filmografía del autor. Algo así les ocurrió a los comunistas cuando descubrieron que les triplicaban en votos esos 'compañeros socialistas', hasta ayer inexistentes y a quienes se acercaban con aire protector en las noches de pegar carteles en junio del 77 porque los del PSOE eran pocos y podían aparecer los fascistas. Las grandes ilusiones del Partido, con mayúscula, quedaron heridas de muerte y sólo evitó el desastre que en Cataluña el PSUC se acercara el 20%. Más tarde vendría la exigencia de sacrificarse una vez más por la democracia para salvar la situación económica con los Pactos de la Moncloa. Pudo apreciarse entonces que la fórmula de base que confería estabilidad a la transición era bien simple: el nuevo régimen daba un vuelco al sistema político, en tanto que mantenía intactas las estructuras del poder económico, incluso en los agentes encargados de su gestión desde el sector público, ya en posiciones claves en la tecnocracia del tardofranquismo.

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El testigo pasó entonces en la izquierda a un partido viejo y recién nacido a la vez, que cuando alcance el poder se beneficiará de la fase de crecimiento con la incorporación a Europa, protagonizando una innegable modernización, pero sin lograr liberarse de las rémoras de una corrupción heredada ni ser capaz de recuperar una cultura política inspirada en la tradición socialdemócrata. A la sombra de estas insuficiencias, podrá la derecha ir preparando la restauración de su hegemonía. Las elecciones del 15 de junio de 1977 fueron el acta de nacimiento de una clase política de muy desigual valía, destinada a mantenerse en el poder a lo largo de dos décadas, con unos partidos que sólo en grado muy insuficiente integraron las demandas sociales. Ahora bien, si la capacidad de los hombres estuvo lastrada por la forma apresurada de su reclutamiento e incorporación a los cargos, las instituciones funcionaron, con la Constitución como clave de bóveda, sirviendo de marco de las transformaciones decisivas que bajo el signo de la europeización el país experimentó en este cuarto de siglo. Hombres como Ortega y Azaña, Urgoiti, Prieto y el primer Maeztu, hubieran aplaudido sin duda los resultados conseguidos en la línea de sus predicciones.

Eso no significa, sin embargo, que hayan desaparecido las asignaturas pendientes. La más grave es, sin duda, la fragilidad del Estado-nación, a pesar de que con la modernización económica han ido superándose los factores de estrangulamiento que hicieron surgir el llamado 'problema de España', no en un plano metafísico, sino en el bien concreto de su articulación y supervivencia. El Estado de las autonomías desmintió los pronósticos pesimistas acerca de su funcionamiento, pero se ha mostrado incapaz de engarzar en el orden simbólico el referente español con los nacionalismos periféricos. Vascos y catalanes han podido desarrollar sus respectivas construcciones nacionales, se resolvieron cuestiones vidriosas tales como las demandas de normalización lingüística y sólo la presencia del terrorismo de ETA impide que el balance político sea abrumadoramente positivo. A pesar de lo cual, las tensiones centrífugas actúan cada vez con mayor intensidad a partir del epicentro vasco. Supuesto que en términos de organización política no existe mucho margen para la invención, siempre cabe temer que soluciones del tipo federalismo asimétrico, confederación, cosoberanía, etcétera, supongan sólo el primer paso

para una disgregación definitiva. La experiencia de Europa central y oriental en los años noventa hace aquí aconsejable la cautela antes que la improvisación. Tampoco contribuyen al optimismo las limitadas concepciones que acerca de la configuración plurinacional de España o del 'patriotismo constitucional' sustentan los dos grandes partidos, y en especial un PP escorado hacia un nacionalismo español de inspiración tradicionalista, bueno para resistencias numantinas, pero no para articular una realidad plural.

Es un escollo que además bloquea la exigencia de proceder a una reforma de la Constitución en un punto tan claro en el plano técnico como es la conversión del Senado en Cámara auténticamente territorial, abriendo camino a la federalización. Y que incluso afecta a la monarquía, la cual, ante el reto planteado por los nacionalismos, no puede permitirse el papel estrictamente suntuario que la institución desempeña en países como el Reino Unido o Noruega, con los consiguientes deslices. Aquí resulta todavía preciso garantizar que el papel desempeñado por don Juan Carlos va a tener continuidad sin fisuras, y esta garantía la ofrece hoy sólo una persona, el sucesor. Más allá, la nada.

No todos los males vienen, en fin, de los nacionalismos del centro y de la periferia. En el curso de la transición fueron siendo superados problemas de apariencia tan insoluble como el militar o la formación de una policía democrática. Sobrevive, no obstante, una lógica de funcionamiento del aparato estatal nada weberiana allí donde el agente encuentra un margen para la actuación discrecional. La corrupción, sea de Filesa o de Gescartera, indica el arraigo del mal por encima de la ideología de los partidos. El imperio de las influencias, y por consiguiente de la arbitrariedad, se mantiene con la misma lozanía que en el pasado, con el único límite impuesto por las posibilidades de control desde la informatización para temas económicos. Con excesiva frecuencia, tanto en la judicatura como en la Universidad, por hablar de dos campos sensibles (pienso en un caso reciente en la del País Vasco que me tocó sufrir o en la también reciente recuperación como juez de Gómez de Liaño, entre otros muchos dislates), la ley no es la base de las decisiones, sino la referencia que proporciona el asidero a una resolución inicua por parte de quien detenta el poder. 'A los amigos, gracias y prebendas; a los enemigos, la ley a secas', que decía Juárez. La situación del ciudadano atrapado en una de esas tramas es simplemente kafkiana y son demasiado frecuentes como para considerarlas el producto del acto aislado de un juez temeroso ante ETA, de un fiscal integrista o de un rector inclinado a la manipulación. La libertad se torna gris cuando está ausente la seguridad jurídica.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense.

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