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LA CRÓNICA
Columna
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Historias de amor y de dolor

'Ésta es una historia en la que el amor y el dolor se dan la mano', me advierte de entrada un amigo que perdió un hijo hace unos meses. Y tras unos segundos de silencio emocionado, con los ojos llorosos, añade: 'Y en la que también a veces se bordea la locura'.

Perder un hijo tiene que ser una experiencia muy dura. Por desgracia, un trágico azar ha hecho que algunos de mis amigos hayan pasado en los últimos años por este trance. Una enfermedad, un accidente y, ¡zas!, una vida que se interrumpe de golpe. Tantas cosas han quedado por vivir, tantas palabras por decir, tanto amor, tanto dolor... He visto sufrir a mis amigos. Impotente, incapaz de ayudarles, les he visto llorar, hundirse, casi rendirse. Al final, sin embargo, se han llenado de valor y han sacado fuerzas para, a pesar de todo, seguir adelante. 'La muerte de unos padres es siempre dolorosa, pero es al fin y al cabo una consecuencia de la vejez, una exigencia del guión', me decía uno de ellos. 'La muerte de un hijo, sin embargo, es algo muy distinto, algo antinatural que te destroza por dentro y contra lo que te rebelas sin ninguna esperanza. Imaginas cómo podría haber sido su futuro, recuerdas todos los momentos de su infancia y te niegas a creer que no está aquí'.

La muerte de un hijo es algo antinatural que te destroza por dentro y contra lo que te rebelas sin ninguna esperanza

Casi nada puede aliviar el dolor de la pérdida de un hijo. Hay meritorios grupos de ayuda, ciertamente, y reuniones de padres que han tenido que pasar por esta dura prueba; hablan entre ellos porque sólo ellos saben hasta dónde puede llegar ese dolor que les desgarra por dentro, esa vida cortada, ese futuro anulado. 'La cultura occidental ha optado por esconder la muerte, por ignorarla como si fuera una vergüenza', me decía otro amigo, 'y cuando ésta llega, el golpe es mucho más duro, porque no estamos preparados. Hemos caído en la soberbia de vivir como si fuéramos inmortales'.

Lo que sigue son tan sólo unas cuantas historias, cazadas al vuelo, alrededor de este nudo en el que el amor, el dolor y la locura se dan a veces la mano. Son historias que, seguro, no mitigan la pena, pero quiero creer que, de algún modo, ayudan a comprender, a no ocultar la cabeza bajo el ala ante la certeza de la muerte.

Hace años, en tiempos de miseria, había en un pueblo de Andalucía un niño de unos seis años que siempre estaba jugando en una higuera, junto a su casa. Un día el niño murió y la madre quedó rota por el dolor. Vestida de negro, pasaba las horas junto a la higuera, tocándola, abrazándola, negándose a creer la muerte de su hijo. Un día un vecino vio cómo la mujer derramaba sobre el tronco de la higuera la poca leche que tenía. Era como un conjuro para revivir al hijo, para anular el dolor de la ausencia.

'¿Ves esta imagen?', me pregunta un amigo mientras me muestra la foto que ilustra esta crónica. 'Siempre me ha gustado porque en ella está el dolor, la solidaridad. Cuando me anunciaron que mi hijo tenía cáncer, pensé que yo tenía que ser fuerte. Tenía que ser como el hombre que carga con el otro en la foto y le ayuda a alcanzar la orilla. Con el tiempo, sin embargo, me di cuenta de que los papeles se habían cambiado. De los dos, mi hijo era el fuerte. Era él quien me llevaba a hombros y quien procuraba consolarme del dolor que yo sentía ante la inminente llegada de su muerte. Todavía ahora, cuando ya hace meses que ha muerto, contemplo la foto para reunir fuerzas para soportar el dolor'.

'El problema de los occidentales', me dijo hace años un amigo sufí, 'es que os imagináis a los ángeles como seres volátiles, idealizados. Y no es así. Los ángeles están entre nosotros. A veces pueden instalarse en tu cuerpo y entonces tú te conviertes en ángel para alguien que necesita ayuda. Otras veces se instalan en el cuerpo de otro y éste hace de ángel para ti. Estoy convencido, por ejemplo, de que nuestro amigo Patrick es un ángel para nosotros'. Pasaron los meses, cada uno regresó a sus respectivos países y un año después fui a visitar a Patrick a Estambul. Me pidió que le acompañara a una iglesia, cerca del barrio sefardí. Una vez allí, me mostró emocionado los mosaicos que reproducían a unos ángeles y me dijo: 'Son bellísimos, ¿no? No sé por qué, pero hay algo en ellos que me atrae más allá de toda lógica'.

'Cuando mi hijo se estaba muriendo, nos pusimos en contacto con una amiga suya que vivía muy lejos', me cuenta mi amigo. 'La llamamos por teléfono y no tardó en acudir al hospital a visitarlo. Fue algo muy intenso. Ella se puso junto a la cama de mi hijo y, mientras tocaba un tambor con ritmo sincopado, le sostenía la cabeza. A él se le veía muy feliz, con una expresión que jamás olvidaré. Un tiempo más tarde, cuando la muerte de mi hijo era inminente, la volvimos a llamar, pero no conseguimos localizarla. Ella, sin embargo, se presentó al día siguiente. 'He venido', dijo, 'porque tu hijo me ha llamado'. Entró en la habitación, volvió a sostener la cabeza de mi hijo entre sus brazos y él volvió a mostrar aquella sonrisa de felicidad absoluta. Ahora que mi hijo ya ha muerto, cuando recordamos aquel momento, a la amiga la llamamos 'el ángel'. Fue extraordinario lo que hizo. Era un ángel'.

'La muerte de un hijo es algo muy duro. Es un choque emocional tremendo y una sacudida que lo remueve todo, pero, aunque parezca mentira, también hay una parte positiva', me apunta una amiga que perdió a su hijo hace unos años. 'Hay mucho pudor en hablar de la muerte, pero aún lo hay más en hablar de la esperanza que surge después de una muerte. La parte buena es que, ante un golpe así, te caen todas las máscaras y te vuelves más auténtico. Aprendes a valorar las cosas pequeñas, la vida de cada día. Es como cuando te tomas un alucinógeno. De repente, se te abren las puertas de una nueva percepción y descubres mundos que no conocías. Desde el momento en que sabes que la muerte puede llegar de golpe, ves las cosas de otro modo. No hay que rehuir el dolor, no hay que ocultarlo, pero tampoco hay que encerrarse en él, porque entonces la vida se seca. Si lo consigues, llegará la parte positiva y serás más honesto contigo mismo. Cuando todo se acabe, porque acabará, seguro, sabrás que has hecho lo que tenías que hacer y esto te reconforta. Porque has estado en el lado oscuro haces un esfuerzo por fijarte en el lado bueno de la vida. Es la única manera de salir del pozo. Primero lo haces por una cuestión de supervivencia. Después porque te das cuenta de que éste es el único camino'.

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