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LA CRÓNICA
Columna
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La última lección de Modest Prats

Es sabido que la personalidad de Modest Prats es excepcional. De la estirpe del padre Batllori, combina con pasmoso equilibrio dos vínculos que parecen incompatibles a muchos observadores distantes: el compromiso esclesiástico y el compromiso con la inteligencia. Sacerdote, profesor universitario, historiador de la lengua catalana, temible polemista, orador sensacional, lector agudo, italianófilo, traductor de Racine, gastrónomo, socarrón, amable en la tertulia, pero severo en el combate de las ideas, Modest Prats reúne muchas virtudes, quizá (para el común de los mortales) demasiadas. Su conversación, amenísima, hipnotiza; el huracán de su risa y su ironía descolocan (diríanse hijas de Rabelais); su fe religiosa, en las antípodas de la beatería y del exhibicionismo buenista, parece alimentada por el mismísimo Pascal. Josep Pla, en sus últimos años, lo buscaba como interlocutor privilegiado. Obispos y curas de muchas tendencias se disputan su palabra. Los políticos lo admiran a distancia. Con él, los ateos disfrutan hablando de teología y los agnósticos que han compartido sus tertulias han llegado a sentir nostalgia de Dios. Lo encumbran los catalanistas cultos y lo respetan los españolistas sabios. Y lo que es más sorprendente: los profesores universitarios no lo envidian, lo adoran: quizá porque, más allá de sus virtudes, nunca quiso competir con ellos y se ha despedido con lo puesto: sin cátedra, sin titularidad, sin carga honorífica alguna. Junto al geógrafo Enric Lluch, hermano del añorado Ernest, Modest Prats es exponente del sabio que huye de los honores endogámicos como las gentes medievales de la peste.

Despedida académica. Modest Prats dejó la docencia universitaria explicando un gran viaje a través de la filología

Un tipo así tenía que recoger, en su despedida académica, algo más que la pompa, ligeramente pompier, del mundo universitario. El acto tuvo lugar en un coqueto auditorio gótico que se inauguraba para la ocasión: la luminosa sala capitular del convento de Sant Domènec, una de las últimas obras del rectorado de Josep M. Nadal, felizmente rescatada de la incuria a la que había sido sometida por antiguos ocupantes militares. El nuevo espacio es precioso, pero pequeño. No pudo acoger a todos los que deseaban acompañar a Modest Prats en su último acto docente. Allí estaban la alcaldesa, el obispo, las autoridades académicas, los profesores de Letras o de otras facultades y antiguos compañeros de docencia (entre los que descollaba otro sabio, Sergio Beser, que me enseñó a leer novelas). Allí estaban, por encima del protocolo, muchos alumnos de todas las épocas: los últimos, los del curso anterior, que le regalaron flores, junto a uno de los primeros: un sacerdote ya maduro que en 1960 fue alumno en el seminario gerundense de un joven Prats, recién laureado en Roma y París.

La última lección de Modest Prats empezó con un chiste sobre el protocolo que provocó el deshielo de la envarada liturgia inicial. La clase estuvo dedicada a las dos fuentes que sacian su sed: las palabras (es decir: la lengua, las lenguas) y la palabra (Dios: 'En principio era el Verbo'). Prats escogió tres pasajes bíblicos a manera de hilo argumental. En primer lugar, la creación de Adán y Eva (y las primeras conversaciones entre ellos y la serpiente). Y viajó por la historia de la filología, que empieza precisamente cuando los primeros teólogos cristianos, san Agustín entre ellos, se preguntan por la lengua que hablaba Dios. Combinando deliciosamente anécdotas y citas eruditas, el viaje histórico recorrió la evolución del mito de la lengua original: teológico en la Edad Media, nacionalista en el Renacimiento ('pues cada pueblo quiere descubrir en su propia lengua la lengua del paraíso') y científico en la Ilustración, con el descubrimiento del sánscrito, que se convierte en una especie de bisagra. El sánscrito, en efecto, conecta con la geografía del Edén, pero se convierte en el fundamento que permitirá descubrir más tarde la gran familia lingüística indoeuropea. Saussure, que reclamó la vinculación de la filología a la historia, y Cavalli-Sforza ayudan a recuperar científicamente el mito de una lengua matriz, vinculado al origen único y a las semejanzas genéticas de los humanos. En otro orden de cosas, sin embargo, los neuroliongüistas confirman la especificidad de cada cerebro indisolublemente relacionado con cada habla, hasta el punto de que, en realidad, no existe distinción posible entre vida y lengua: 'Dime cómo hablas y te diré cómo eres'. La historia de la filología explica para Modest Prats lo más característico de nuestra especie: la unidad fundamental y la variedad existencial de los humanos.

El segundo hilo argumental transitó entre el conocido pasaje de la torre de Babel y el menos conocido episodio de Pentecostés, en el que gentes de lenguas muy diversas consiguen entender las enseñanzas de los apóstoles galileos. El mito del castigo por la unidad perdida y la nostalgia política, nunca neutral, de esta unidad contrastan con la feliz promiscuidad lingüística de los primeros creyentes, para los que la diversidad de lenguas no es barrera, sino instrumento de una nueva esperanza. Prats citó a Steiner que ha escrito tanto, y tan sutilmente, sobre Babel, reinterpretando el mito del castigo y presentándolo como el regalo de la variedad. Y recordando cómo murieron 42.000 efrainitas por no saber pronunciar una 'palatal inicial', Modest Prats concluyó: 'Nada es inocuo en el mundo de las lenguas'. Su lección, pozo de ciencia y mina de gozo intelectual, leída con una dicción poderosa, expresiva y tonante, terminó a la manera de los grandes maestros: pidiendo perdón a los alumnos y agradeciéndoles lo mucho que de ellos ha aprendido. Liberado ya de las obligaciones universitarias, Modest Prats es, finalmente, de todos. Esperamos, ansiosos, sus libros sin notas a pie de página. Y sus jugosas conferencias en las que lo divino se humaniza y lo humano adquiere una extraña trascendencia. Per molts anys!

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