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Columna
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Malas de Malabo

De Malabo siempre llegan malas noticias. Hechos cruentos y carcelarios. Golpes, torturas, muertes a veces. De Malabo llegan fotografías de la resignación y el marasmo. Calles destrozadas, mercados insalubres, carreteras que son barrancos. De Malabo llegan, oscuramente, nuevas malas de corrupción: latrocinios presidenciales, camarillas dolosas y un fondo de desánimo civil salteado de persecuciones políticas. También llegan de Malabo las imágenes del cine Marfil. No sé si alguna vez proyectan películas en esa ruina. Lo que sí representan, de cuando en cuando, son farsas de juicios donde unos magistrados de felonía protagonizan odiosas mascaradas antijurídicas. Baste decir que en el último pleito contra la oposición ultrajada y apaleada, el fiscal llegó a pedir la pena de muerte para un reo que ni siquiera estaba procesado. Este dato, que sería cómico de no ser tan profundamente trágico, acaba de revelarlo el diputado socialista Juan José Laborda, que vino horrorizado de su misión de observador en la causa. ¿Qué pasa en aquella Guinea que habla castellano? ¿Cómo es posible que un país de menos de medio millón de habitantes -la provincia de Castellón- esparcidos en un territorio rico y verde, dueño de un mar infestado de barriles de petróleo, viva en la indigencia y la consternación? Pues acaso sea posible, entre otras razones, porque ni norteamericanos ni españoles hacen nada por evitar este desastre. Los yanquis están a lo suyo, a ganar dinero con las explotaciones del crudo, aislados en sus campamentos neocoloniales, rodeados de legiones de guardias jurados autóctonos. Y los españoles están que no están, sordos y ciegos a la estulticia de aquel régimen. Nuestro gobierno aprovecha cualquier fasto para invitar al sátrapa Obiang, que siempre está dispuesto a viajar a la antigua metrópoli a por su doble botín de impunidad y de dinero. Poco nos importa Guinea, parece que nada nos concierne. Nuestro país se conmociona, y hace bien, por los crímenes palestinos, sionistas, de las FARC o del talibán, pero nadie parece inmutarse por la cínica crueldad del dictador de Malabo.

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