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Quien contamina, paga

El debate sobre la fiscalidad ambiental ha irrumpido en España de la mano de la mal llamada ecotasa balear. Se trata de una acción significativa y progresista orientada a reparar daños ambientales mediante una financiación destinada directamente a la mejora del medio ambiente y los recursos naturales.

Su justificación y transparencia son tan evidentes que la polémica generada sólo se explica por la combinación de motivos políticos e inercias históricas que sólo ven en el turismo un factor de desarrollo y crecimiento económico al que le está permitido pasar por encima de cualquier planificación. El Gobierno insular ha argumentado excelentemente por qué la ecotasa es una operación estratégica para proteger las islas y preservar el turismo en un futuro.

La virulencia del debate ha puesto de manifiesto, no obstante, el poco o nulo uso de las políticas fiscales al servicio del medio ambiente y la sostenibilidad en España. Mientras que en buena parte de Europa se han ensayado hace algún tiempo instrumentos fiscales para ayudar a caminar en la dirección sostenible (el caso alemán es el más conocido y trascendente), en este país el debate brilla por su ausencia.

Dejemos claro desde el principio que, a diferencia de la balear, las ecotasas no son instrumentos recaudatorios, sino mecanismos dirigidos a modificar pautas y hábitos de consumo para hacerlos más sostenibles. El gravamen sobre determinadas energías fósiles y contaminantes tiene como principal objetivo reducir su consumo y estimular el ahorro o el uso de otras fuentes renovables y limpias. Así podríamos continuar con otros ejemplos (sobre el consumo de agua o la generación de residuos, pongamos por caso) en los que la fiscalidad ambiental puede actuar como estímulo / penalización, contribuyendo a los fines de un desarrollo más sostenible.

Diferentes sectores ecologistas y académicos constatan que uno de los problemas de la insostenibilidad de nuestro modelo de desarrollo se debe a la externalización de los costes ambientales. Los gastos del tratamiento de los residuos, de la contaminación atmosférica, del impacto de comunicaciones y urbanización sobre el medio ambiente o de la movilidad y el transporte sobre el cambio climático no van incorporados a su coste real y no se ven reflejados en su precio. En el mejor de los casos, los pagamos entre todos. En el peor, no se pagan, como ponen de manifiesto algunas catástrofes ambientales.

La introducción de parámetros ambientales es hoy ya una necesidad que no podemos rehuir. Necesitamos lo que se ha llamado un reforma fiscal ecológica para internalizar costes ambientales y, gracias a ello, estimular cambios de comportamiento en la sociedad. Cambios que vayan dirigidos hacia patrones de producción y consumo más ecológicos, más sostenibles.

Una reforma fiscal de este tipo no tiene que suponer, como se dice malintencionadamente, aumentar la presión fiscal, porque de lo que se trata es de modificar las estructuras de nuestros sistemas tributarios incorporando la variable ambiental. En el caso alemán, ya citado, el aumento que han supuesto las ecotasas viene compensado directamente por la rebaja en los impuestos sobre la ocupación. Es un excelente ejemplo de cambio de estructura (estimular el empleo reduciendo impuestos y estimular el ahorro energético aumentando la presión fiscal) con un resultado final equilibrado.

El Ayuntamiento de Barcelona ha presentado hace poco un estudio exploratorio para introducir la tributación ambiental en esta ciudad. Se trata de contribuir al debate, pero también de estudiar una reforma gradual de la tributación local que responda al objetivo de ambientalizar los impuestos.

El estudio, realizado por expertos y profesores universitarios, señala que mientras que las emisiones de efecto invernadero (medidas en toneladas de CO2) de la ciudad se producen en tres partes relativamente iguales entre las actividades relacionadas

con el espacio edificado, el espacio viario y los residuos, la procedencia de los ingresos locales recae en primer lugar sobre el espacio edificado (73,4%), en segundo lugar (23,2%) sobre el tráfico y la movilidad y en tercer lugar (3,4%) sobre los residuos.

No hay correlación entre costes ambientales y tributos locales en el ámbito local por la sencilla razón de que esta variable no ha sido prevista nunca. Tampoco se pretende que exista una correlación directa: en las estructuras fiscales hay otras variables que tienen su peso, entre las que destacan la progresividad y la equidad.

No obstante, parece claro que existe un amplio margen de maniobra para incorporar las políticas fiscales al conjunto de políticas públicas a favor de un desarrollo más sostenible. El tan citado principio de 'quien contamina, paga' tiene que ser puesto en práctica no para recaudar más, sino para reducir la contaminación. El valor de la fiscalidad para incentivar cambios positivos de comportamiento es innegable e incorpora, a su vez, una mayor capacidad analítica para fijar precios más reales. Las premisas de este debate en el ámbito local están abiertas: introducir progresivamente una fiscalidad ambiental sin aumentar la presión fiscal y hacerlo sin crear nuevas figuras impositivas, sino ambientalizando los impuestos existentes (IBI, IAE, impuesto de vehículos, etcétera).

El ahorro energético, la minimización de residuos o la utilización del transporte público son elementos clave para el cambio sostenible y, por tanto, tienen que gozar del estímulo fiscal o, en su caso, de la presión disuasoria.

Imma Mayol es cuarta teniente de alcalde y presidenta del grupo municipal de ICV en el Ayuntamiento de Barcelona.

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