Opiniones predelictivas
Fueron 304 de 320 diputados presentes en el Congreso los que dieron su apoyo a la Ley de Partidos de Aznar, expresamente preparada para ilegalizar a Batasuna. Se trata de una mayoría contundente, pero también una de esas mayorías que evidencian la ficción sobre la que se asienta la doctrina jacobina: que la abrumadora mayoría de los que se oponen a la ley resida en Euskadi quita valor a cualquier cifra. Es como decir que Gibraltar nunca sería un problema porque, de cuarenta millones de peninsulares, sólo 20.000 están en contra de la anexión. Los gibraltareños, claro.
Sabemos que la evanescente consulta popular que predica el lehendakari podría fracturar la sociedad vasca. Se ha repetido hasta la saciedad y tal vez por la sencilla razón de que sería cierto. Curiosamente, nadie ha interpuesto el mismo argumento a la hora de calificar la Ley de Partidos, como si con ella no se fracturara también la sociedad, el sistema político, los principios democráticos, incluso las conciencias. De hecho, con la Ley de Partidos se fracturan muchas cosas. Uno se ve en la obligación de defender, por convicciones democráticas, a una formación política absolutamente impresentable. Uno se ve en la obligación de recordar que, en democracia, tanto o más importante que airear las ideas propias está la defensa del derecho de los demás a airear las suyas.
Nadie sacó de la ley a Manuel Fraga cuando llegó la democracia. Nadie pide ahora ilegalizar a un partido fascista como Democracia Nacional. Nadie cuestionó al partido socialista cuando mareas de entusiastas acudían a cierta prisión de Guadalajara, a jalear a delincuentes recluidos en virtud de sentencia firme y proceso penal justo. Ningún demócrata exige que Arafat disuelva la OLP. Nadie recuerda que España acaba de hospedar alegremente a terroristas palestinos. Pero, sobre todo, nadie tiene derecho a hacernos esto a los demás: privarnos de la fuerza moral de discutir con un batasuno porque sabemos que tenemos la razón; liquidar nuestra fe en que el Estado de Derecho es Estado de Derecho más allá de la nación que se arrogue su propiedad; expropiarnos la fuerza moral de rechazar la violencia frente a ese panadero, ese taxista, ese abogado, que se permite creer en ella.
Prefiero que los adversarios sean visibles y que Aznar no me los oculte. Prefiero que el Estado tenga la razón hasta el final antes que reconocer que ya no creo en él del todo. Y esta reflexión nada tiene que ver con negociaciones imposibles, ni con cesiones al terror. Aplíquese la ley hasta el final con todos los delincuentes. Vayan a la cárcel todos y cada uno de los autores, cómplices, encubridores e inductores de asesinato que existan en Batasuna o en cualquier otra parte. Pero eso estaba ya previsto en el Código Penal. Otra cosa es privar de voto a decenas de miles de personas.
Tiene el Estado derecho a confortarse en sus mayorías de disciplinados diputados, pero yo hoy me siento lejos de él. Porque no hablamos de los que matan, hablamos de los que conceptualmente apoyan a los que matan. Preferiría que no les cosieran los labios. Gracias al Estado, gracias a la última gracia del Estado, siento que mi palabra tendrá menos valor: ahora habrá una palabra contraria que resultará inaudible.
Se apropian de la Constitución quienes no aciertan a comprenderla, quizás porque al fin se ha hecho evidente que algunos que dicen defenderla no defienden exactamente la libertad, sino otra cosa (quizás símbolos, banderas, soberanías). Pobre Constitución de 1978. Acabar en lo de siempre, en uno de esos numerosos, infames y efímeros papelajos que salpicaron el siglo XIX español, instrumentos en manos de una facción. Cuando ante la pastoral de los obispos vascos, en medio de diatribas más o menos legítimas, se han alzado voces que reclaman la intervención del fiscal general del Estado, habrá que empezar a preguntarse qué clase de libertad se está gestando. O ser uno más prudente y adoptar nuevas costumbres: por ejemplo, contar hasta diez antes de poner nada por escrito.
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