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Columna
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Látigos

Observo que en Granada está surgiendo un nuevo poder social: los caseteros. Uno se hace viejo cuando los poderes cambian de lugar y dejan a la rebeldía desorientada, con la incomodidad punzante de aquellos zapatos que me compraba mi madre para estrenar en el Corpus. Oigo a los concejales y a los periodistas comentar las opiniones de los caseteros sobre las fiestas de la ciudad, y compruebo que son ya una voz pública, como la del obispo en su iglesia, la del alcalde en su salón de plenos o la del gobernador militar en su cuartel. Los caseteros mandan en la fiesta, regulan la disciplina de su costumbrismo y se ofenden por la presencia de las casetas-disco, barras de verbena a donde acuden los jóvenes, sin sombrero cordobés, para bailar su música, y en donde se consume más whisky que manzanilla. Con botas de montar a caballo, invocan la tradición bajo el espíritu de las sevillanas. Y es que las tradiciones culturales tienen ya poco que ver con la memoria. Hago inventario de mis días infantiles de Corpus, en la casa del Paseo de la Bomba, con la ventana de mi dormitorio justo encima de las casetas de entonces, y recuerdo el dolor de los zapatos nuevos y la música nocturna, repetida, llevando al cuarto del niño la alegría ajena de los estudiantes del SEU. Tenían la mejor caseta, la más grande y la más envidiada, porque en su escenario actuaba el Dúo Dinámico, mientras las muchachas aprendían a enseñar las piernas con unas minifaldas capaces de hacer olvidar cualquier fandango. Después llegaron las casetas políticas, y sonaban himnos, y baladas de cantautores, y guitarras combativas de ritmos latinoamericanos, que se mezclaban con la desesperación electrónica del rock. Aunque parezca mentira, les puedo jurar que una sevillana era más rara que un barco de vela en las aguas del río Genil.

Pero debo admitir que la tradición de los caseteros no es sólo un invento del pasado inmediato, sino también una acertada interpretación del futuro político que se nos viene encima. Las casetas de los caseteros son la representación verbenera del cortijo que gobernaba el señorito andaluz, sobrecargado de tierras y de dinero añejo. Llegaba con su caballo a la plaza del pueblo para negociar el hambre y ofrecer un jornal miserable. Si quieres lo tomas y si no lo dejas, era el lema de los señoritos prepotentes que aprovechaban la falta de libertad económica de los campesinos. Y a eso vamos otra vez con la reforma laboral del gobierno y con los recortes del subsidio agrario. Si quieres lo tomas y si no lo dejas, y te mueres de hambre, porque los derechos laborales no son más que una caridad, o un fraude, o una seguridad perversa que alimenta el orgullo sindical de la gente. España va a ser una caseta de feria, un cortijo, la prepotencia de los nuevos señoritos del neoliberalismo. Aunque para sentirse del todo actuales, los caseteros deberían avanzar un paso más y reproducir la bodega de un barco negrero. Europa está fundando una nueva esclavitud, porque las leyes se convierten en látigos cuando olvidan la dignidad democrática de los ciudadanos. Para que no ascienda la extrema derecha, vamos a cumplir nosotros la política de la extrema derecha. Esa receta sí es tradicional, y tiene mucho que ver con el Corpus de mi infancia.

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