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Columna
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El secreto de la corbata

¿Dónde radica? También yo me he preguntado qué magia reside en ese adminículo tonto, estampado de diagonales o margaritas, que vive parasitariamente en las gargantas de los ministros y de los altos ejecutivos. Algo debe de haber en la prenda que causa una metamorfosis en el alma de quien la usa, que lo redime del fango de la mediocridad para elevarlo hasta ese parnaso reservado sólo a los hombres de posición, a las personas realmente importantes. No es propio de un abogado prescindir de la corbata en una sala de vistas, dicen ciertos jueces de Málaga que han condenado con duras reprimendas a aquellos sediciosos que se atrevían a presentarse en el tribunal sin la debida condecoración, igual que si estuvieran desnudos. Comportamiento reprobable, que exige con creces una sanción. Porque sólo hay que ponerse a pensar un poco y calcular qué ocurriría si de repente los médicos dejaran de llevar corbata, si el presidente del Gobierno de la nación comenzara a gimotear en el televisor con una pajarita en el cuello o, peor aún, mostrando su obscena nuez a los compungidos espectadores. Ese inocuo lazo de seda dota de una impronta de reverencia y distinción a quien lo ostenta: nos casamos con corbata, recurrimos a ella para recibir diplomas o asistir a reuniones importantes, de las que dependen nuestro empleo o nuestras finanzas. Hay que pagar ese precio por una leve posición de más en el escalafón social: la presión en la tráquea, el envaramiento, la sospecha de estar haciendo el imbécil cuando nos cruzamos con nuestra imagen en un transitorio espejo de pared.

Pobres corbatas, esos fósiles incomprendidos, seres tan crepusculares como las espadas y los gramófonos. Hoy la gente sólo las busca para disfrazarse, para hacerse pasar por quien no es y volverse durante unas horas una persona más respetable, más pudiente o más grave. Pero hace sólo unas décadas las corbatas, los sombreros y los bastones formaban parte imprescindible de esa ceremonia extinta, la de la cortesía, que permitía a los seres humanos convivir unos con otros sin fricciones. En nuestros días, una corbata no constituye más que un lamentable anacronismo; sesenta o setenta años atrás, suponía una muestra de respeto hacia el prójimo que nos estrechaba la mano, un intento de resultar agradable a los ojos que tenían que posarse sobre nosotros. Y qué era la buena educación sino eso: un perfecto linimento social para hacer la vida más llevadera, para facilitarnos la labor de tener que compartir el planeta Tierra con un millar adicional de seres humanos cuyas vidas nos importan un pito y que apenas soportamos. Hermosa invención la cortesía, eso que los franceses llaman la politesse; ser educado equivalía a no existir, hablar en voz baja o guardar silencio si no nos preguntaban, vestir como maniquíes para que nuestra presencia no resultase demasiado ostensible, comenzar cada frase con una obsequiosa petición de permiso a nuestro interlocutor. Eran tiempos más delicados y más tristes, y posiblemente también más difíciles de soportar, que no merece la pena recordar; cada tiempo tiene sus normas y sus tejidos, y no me gustaría saber que los jefes de gobierno presidirán consejos de ministros dentro de cincuenta años con una aristocrática chaqueta vaquera sobre los hombros.

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