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El agua derramada y el botijo

La desafección política de la que han sido víctimas los grandes partidos en Francia, Holanda, Austria, Italia...amenaza con convertirse en una epidemia. Una epidemia que puede llevarse por delante en primer lugar a uno de los pilares del sistema de partidos en los que se ha basado la democracia europea, a la que García Pelayo calificó como 'democracia de partidos'. Ese pilar con riesgos de derrumbarse es la socialdemocracia. Los análisis electorales, apresurados, se han limitado a subrayar como causa inmediata de esa desafección la perversa relación entre inmigración e inseguridad, tan bien aprovechada por los demagogos.

Sin embargo, a mi juicio, tales análisis, sin ser tranquilizadores, pecan de urgentes y de triviales. Las causas parecen más profundas y se derivan, a mi juicio, de unas políticas, consensuadas dentro de la Unión Europea, que en buena medida han ido desmontando grandes piezas del consenso precedente, el realizado tras la II Guerra Mundial, que dio lugar al 'modelo social europeo'. Aquel modelo incluía un derecho laboral basado en la seguridad del empleo y en la protección de los asalariados y también en la existencia de grandes empresas públicas de servicios e incluso industriales, amén de fuertes impuestos, pensiones, seguro de desempleo, educación y sanidad universales, etcétera. Un Estado fuerte al servicio de una sociedad segura.

El derecho laboral precedente se ha ido destruyendo durante los últimos años en una deriva en cuyo límite aparece el contrato laboral como un contrato civil más, sin que, hasta ahora, se le haya puesto coto a esa tendencia, intentando sustituirlo por un derecho garantista, como el anterior, y más acorde con los tiempos actuales. El despido fácil y la consiguiente inseguridad en el empleo, la dualización contratos laborales viejos versus contratos nuevos, el despilfarro y la injusticia de las jubilaciones anticipadas y un largo etcétera de inseguridades arbitrarias son el resultado de la ofensiva triunfante, a la que se ha vestido con un eufemismo: 'desregulación del mercado laboral'.

Por otro lado, la oleada ideológica contra los impuestos, avalada por el deterioro del IRPF, con el que sólo cumplen, de verdad, los asalariados, no es tampoco inocente ni socialmente neutral y representa el haz de una tela en cuyo envés se inscribe otro discurso según el cual resultan onerosos hasta lo inaceptable los servicios universales, tales como la sanidad o la educación obligatoria. Por no citar a las pensiones, en cuya crítica se incluye la supuesta insostenibilidad que ha venido de la mano de una demografía desgastada por tantos años de caída en la fecundidad. Una fecundidad que, al menos en España, y no sólo aquí, debe su depresión en gran medida a la persistencia del paro y de la inseguridad en el empleo. Es obvio que casi nadie hace planes a largo plazo si no sabe cuál va a ser su trabajo mañana y tener hijos es una decisión cuyos efectos económicos son de amplio alcance temporal. Paralelamente, la Unión Europea se ha mostrado remisa o impotente a la hora de abordar, no sólo un proyecto fiscal común, también la imposición (y la paralela lucha contra el fraude) en lo tocante a las rentas de un capital cada vez más escurridizas por multinacionales, amén de tolerar la existencia de paraísos fiscales en su seno o aledaños, lo que resulta de una opacidad desalentadora. Llámese como se llame, el impulso ideológico y político reinante describe, como resultado, un panorama donde todo lo efímero e inseguro tiene su asiento.

Nadie podrá negar que el sostenimiento de los derechos universales constituye la esencia y la potencia del, así llamado, Estado del bienestar. Universales quiere decir para todos y cada uno de los ciudadanos. Y desde el momento en que se admita, por ejemplo, que resulta un despilfarro el que los ricos tengan derecho a la sanidad pública, que ellos sí pueden pagarse en el sector privado, estaremos cavando la tumba del 'modelo social europeo', porque este falaz argumento seudopopular conduce inexorablemente a una sanidad para ricos y otra para pobres... y a una educación y a unas pensiones igualmente dualizadas. En tal caso, no es difícil imaginar cuáles serían los servicios buenos y cuáles los de mala calidad.

La privatización de las empresas públicas europeas, nacionalizadas o creadas tras la victoria contra los fascismos, se realizó en toda la Unión Europea argumentando que la competencia en el mercado interior no se conseguiría manteniendo en sectores claves empresas susceptibles, por ser públicas, de estar subvencionadas por los Gobiernos nacionales. Un argumento que ocultaba otros fines, por ejemplo, el desalojo del poder sindical fuertemente afincado en ellas. 'Más sociedad y menos Estado' fue el eslogan usado entonces por los conservadores, aunque les faltó añadir el adjetivo anónima al sustantivo sociedad. Nadie se preocupó entonces de reforzar mediante ley el necesario control social y societario de las empresas privadas, especialmente de aquéllas que, al hilo de la privatización del espacio radio-eléctrico, acabaron por construir grandes imperios mediáticos. El caso de Telefónica en España o de Berlusconi en Italia fueron los previsibles resultados. Resultados que ponen en jaque el funcionamiento de la democracia, al dotar a unos de 'medios' mientras otros se ven privados de ellos.

Por otro lado, las nuevas tecnologías aplicadas con ahínco a la dispersión productiva (radical reducción del tamaño de las plantas con la consiguiente desaparición de las concentraciones obreras) acabaron por darle la puntilla a un movimiento sindical, colocado hoy a la defensiva. El proceso de concentración económica y social en unas corporaciones donde la propiedad dispersa (los accionistas) pinta cada vez menos y la creciente dependencia bursátil se coloca, a menudo, por encima de la calidad de los proyectos empresariales, e incluso más allá de las cuentas de resultados, que, además, se maquillan, componen en conjunto un paisaje donde imperan las castas y las redes de amistades y no tanto la solvencia profesional o la excelencia emprendedora.

Este nuevo consenso europeo, a diferencia del construido tras la II Guerra, que tuvo una fuerte inspiración socialdemócrata, está diseñado bajo la égida del nuevo capitalismo y su corazón late gracias al motor de la derrota definitiva del comunismo. Este recobrado fundamentalismo mercantil nos habla con palabras crudas, pero claras: 'Eliminado el enemigo, dejémonos de paños calientes'.

Puestas así las cosas, la indiferenciación política producto del consenso, pero que lideran ahora los palmeros del capitalismo con su discurso panglossino ('Todo va bien en el mejor de los mundos posibles') que no se compadece con la realidad, da como resultado una factura electoral, no tanto contra el santo, sino contra los costaleros de esta procesión, es decir, contra los socialdemócratas. La socialdemocracia en su último trayecto histórico aparece de nuevo en muchas conciencias como la vacuna de Jenner, que fue útil mientras sirvió para evitar que la viruela se instalase en el cuerpo social, mas, desaparecido el virus (el comunismo), su inutilidad resulta patente.

Sea como sea, la socialdemocracia europea se ha mostrado remisa, consentidora o cómplice (según quien lo mire) en la construcción de este nuevo consenso que ya ha mostrado sus perversas consecuencias sociales: empleos efímeros, reducción sindical, desigualdad creciente, exclusiones sociales, oligarquización de la sociedad civil y un largo etcétera de lacras, incomodidades e inquietudes que giran en torno de una palabra: inseguridad. Inseguridad que abarca hoy demasiadas cosas, incluida la 'amenaza fantasma' de la inmigración que tiene sus peores efectos sociales y políticos en las 'zonas de rozamiento', allí donde habitan las familias con rentas más bajas, sean autóctonas, inmigrantes añosas o recién llegadas, componiendo un mosaico cuyo material más común es el miedo. El miedo al 'otro' y el miedo a un incierto futuro. Nadie se sorprenda, pues, de que sea un caboverdiano quien haya sustituido al asesinado Fortuyn en Holanda o que Le Pen se deje fotografiar junto a franceses de tez oscura, sean magrebíes, martiniqueses, canacos o subsaharianos de origen. Ellos también tienen miedo, que es un sentimiento tan irracional como socialmente demoledor.

No es de extrañar, por tanto, que sea la socialdemocracia quien soporta una mayor desafección y que sus antiguos electores, junto a los del decaído comunismo, hayan sido los primeros en abandonar la casa por la escalera de la abstención o acudiendo directamente allá donde el canto de la sirena demagógica les llama.

Es verdad que la desafección no es unidireccional, también afecta, aunque menos, a las grandes formaciones del centro-derecha, ideológicamente triunfadoras. ¿Por qué? En primer lugar, porque no todos sus electores tienen la fe del carbonero en la existencia de paraísos terrenales construidos 'generosamente' por los poderosos y también porque los propios partidos, todos ellos, a quienes las constituciones otorgaron un enorme poder de representación, han abusado de él hasta límites intolerables, construyendo estructuras partidarias en las cuales reina una endogamia burocrática, desarmada ideológicamente, que empuña casi en exclusiva los instrumentos del manejo interno y de la publicidad. Una disciplina ésta, la publicidad, que tanto le debe a Freud y tan poco a Marx, y según la cual (lo acabo de leer en el diseño de una campaña electoral) 'nos encontramos en una sociedad para la que vale más un gramo de imagen que un kilo de acciones'. Un buen camino hacia ninguna parte.

Por otro lado, la dependencia mediática de estos políticos publicitarios, vale decir, la sumisión al reino de la trivialidad y del escaparate, representa la negación de la palabra, de las ideas complejas sin las cuales la política pierde su alimento principal. Un escaparate en el que se persigue, cual Belarmino hiciera con Galileo, todo discurso complejo, lo cual impide que se eleve el vuelo político por encima del último titular de prensa o la penúltima encuesta de opinión. Una dependencia obsesiva que ha reducido drásticamente la autonomía política de los partidos sin la cual ¿qué pueden ofrecer éstos que no esté ya precocinado?

En estas condiciones, a la socialdemocracia le queda por delante una larga vereda, no para desandar lo andado, sino para tomar otro camino, poner pie en pared y repintar blasones, que se ven desvaídos y, a menudo, ininteligibles. Conviene recordar, a este propósito, que la pregunta '¿A favor de quiénes estamos?' sigue siendo pertinente y no se puede dejar en blanco la respuesta o reservarla tan sólo para los grandes acontecimientos deportivos.

Lo aquí expresado no es consecuencia de ningún ánimo apocalíptico ni integrado, sino que constituye una constatación de hechos, aquellos que están detrás de muchas de las 'noticias', especialmente de las electorales, que ateniéndose a los resultados recientes nos dicen que no están estas horas ni para la lírica ni para la retórica y menos todavía para el camuflaje.

No es cuestión, por supuesto, de añorar los viejos y buenos tiempos idos, tampoco de llorar por el agua derramada, se trata simplemente de fabricar un buen botijo para guardarla y satisfacer con ella una sed creciente.

Joaquín Leguina es diputado socialista.

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