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Columna
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Risas y sonrisas

Echo de menos que el traído y llevado CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) ilustre y actualice algunas cuestiones de importancia intrínseca, como la risa y la sonrisa, su frecuencia e intensidad en la comunidad española o, al menos, en la de Madrid y su provincia. Conocemos, por explícitos sondeos, que nos alimentamos bastante mal, hacemos el amor (los que siguen en la brecha) defectuosamente y poco, apenas leemos y armamos mucho jaleo a todas horas, aunque no tanto como los valencianos. Creo de notable importancia, descuidado hasta la fecha, algo que contribuiría a descubrir nuestro perfil: cómo y cuánto ríe y sonríe el habitante de la meseta castellano-manchega.

Habrá quien considere frívola esta cuestión, ignorante de su incidencia en la propia estima y de sus consecuencias en la vida de relación. Ello puede cooperar en el refinamiento y mejora de nuestros modales, actualizándolos. Hace unos años -nada hay nuevo en el mundo de las encuestas-, el mismo asunto fue objeto de análisis con el halagüeño resultado de que figurábamos en puestos de cabeza dentro de la congregación occidental a la que pertenecemos. ¿Sigue siendo así?

La vida -como a cualquiera- me ha convertido en empedernido observador del prójimo, y la deducción personal, sin base científica de apoyo, es que los madrileños de ambos sexos muestran raramente un semblante placentero, a título individual. Queda excluida de tal consideración el inexplicable alborozo colectivo de los jóvenes en víspera de fiesta o el bullicio alcohólico que produce el botellón. Es una actitud vitalista, transitoria y extrínseca. No frecuento las discotecas -dudo de que me dejaran entrar-, pero las imágenes que ofrece casualmente la televisión no se corresponden con gente que se está divirtiendo, sino que ejercitan un rito gimnástico, evidentemente satisfactorio, pero no jocundo.

Las personas con las que nos cruzamos suelen tener aspecto serio, cuando no ceñudo, sobre todo en los pasillos del metro y otros lugares solitarios. La gente camina con prisa y se esfumaron las floristas, precursoras de la primavera, porque se han quedado sin solapas donde prender los nardos. Es incluso frecuente la carcajada estentórea, la risa singular en el corrillo que se forma en un paseo o en los locales de comida rápida, igual que descargas de fusilería, a veces encadenadas, que hacen pensar en quien lo provoca como alguien sumamente ingenioso, lo que rara vez resulta cierto. En realidad, cuando se abre el grifo de la risa brota con cualquier pretexto, incluso sin pretexto. La juventud es alegre sin causa. Lo reconocemos como atributo de nuestra especie, no cabe duda, aunque una marca de automóviles ofrece el insólito perfil de un perro que, en lugar de menear el rabo, parece sonreír con cazurrería. La mueca es genuinamente humana. Los italianos, que disponen de un idioma rico y maleable, decían de algo muy chusco que 'fa ridere i polli', hace reír a los pollos, cosa poco imaginable. Las gradaciones de la risa han sido profusamente estudiadas y analizadas como señas de identidad.

He conocido hombres y mujeres que no se han reído jamás a causa de no se sabe qué incapacidad metafísica. Casa bien con la estereotipada idea circulante de la clase alta británica, que considera una excelsa cualidad enmascarar cualquier sentimiento. En las cartas de lord Chesterfield a su hijo le desea con toda el alma que le vean sonreír, incluso a menudo; pero reír, bajo ningún concepto. El baronet se pasaba al ejemplo histriónico de Buster Keaton, el actor con cara de palo a quien conocíamos como Pamplinas.

Todos hemos conocido a esas personas que, incluso ante algo verdaderamente jocoso, esbozan apenas un rictus y ponen la mano delante de los labios para disimular que se han divertido. Desconfío y compadezco a esos individuos. Los niños monopolizan el alborozo de la inocencia, porque suelen estar casi siempre contentos.

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Un veterano fotógrafo de prensa comentaba lo difícil que resulta, ante el objetivo, que los pequeños conserven la seriedad, en el escenario de un suceso, por luctuoso que fuera. Es la expresión del carácter no contaminado. Sabemos -¿qué crédito darle?- la frecuencia con que se hace el amor, pero no hay datos fiables de las ocasiones y el ritmo con que, por término medio, nos reímos. Y qué cosas nos divierten sin remedio, aparte del resbalón de un octogenario sobre la piel de un plátano, que eso sí da mucha risa, como ya advirtió el señor Bergson.

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