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Columna
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El vecino del segundo

A pesar de mi aprecio hacia quien se va y mi afecto por el que llega, a mí lo que me preocupa es lo que se vaya a hacer o defender en materia educativa. Esas eran, más o menos textuales, las palabras de una afiliada a la Fete-UGT, tras el reciente cambio de dirigente en esa federación de enseñanza. Comentaba, cómo no, la necesidad de inversiones en la escuela pública y la absoluta necesidad de cambios básicos en la Logse, como el de los itinerarios, ya propuestos por otros grupos de afiliados de otras federaciones de la Fete. Y es que, en general, el ciudadano que pisa la calle o la escuela, se interesa más por la llegada puntual del agua corriente a su domicilio, sin nitratos, que por el nombre del técnico que revisó y evitó las filtraciones en la red, y eliminó los restó de abono del preciado líquido. En el ámbito de la convivencia y la seguridad ciudadana sucede otro tanto. Las quejas del vecino del segundo, a quien le rozó la inseguridad, no se dirigen al recién llegado Francisco Camps, encargado de esa cuestión; ni a la oposición de izquierdas que le reclama al gobierno más policía; ni tan siquiera a quienes redactaron y aprobaron la ley para los extranjeros que viven en el tercero: esa ley que no evita la llegada sin orden ni concierto de trabajadores que aquí se necesitan y que arriesgan sus vidas en una patera o en los bajos de un camión. No hay vuelta de hoja: al vecino del segundo le importan el agua del grifo, abrir la caja de recaudación y saber que quien entra en la verdulería es un cliente, llegar a casa y no encontrar la puerta rota y los preservativos conyugales y unos euros de la cómoda del dormitorio en otras manos. Y a la afiliada de Fete, cuanto se haga. Esto es en general, pero hay más.

Aquí en el País Valenciano, como más allá de nuestros límites geográficos, hay una minoría amplia a quien no sólo le preocupan los nitratos del agua o el clima de inseguridad ciudadana, sino también el nombre del técnico del agua y los apellidos del responsable de la seguridad pública. Pero son los menos. Y como son los menos, los dirigentes con nombres y apellidos, apenas se sientan en la silla de mando, se esfuerzan en multiplicar su imagen ante los más, ante los vecinos del segundo. Pierden incluso la cordura inaugurando una cabina telefónica en una apartada aldea, colocando primeras piedras por etapas como el Vía Crucis, paseándose junto a una balsa de purines, o interviniendo en el parlamento -las cámaras siempre delante- porque aspira a alcanzar un puesto en un comité de regiones europeas que no es, al cabo, más que agua de borrajas.

En otros pagos se empujó a los dirigentes públicos para que se acercasen a los intereses del vecino del segundo. Se cayó en la cuenta de que, para ello, era conveniente y necesaria una limitación de los mandatos. En la democracia de los norteamericanos, tan denostada y criticada por otras cuestiones, se hizo así. Allí nadie argumenta que no se ha de prescindir de la experiencia de quienes están en el poder: esa experiencia siempre se puede poner al servicio del sucesor, que suele ser del mismo partido u organización social y política.

La limitación de mandatos mejoraría nuestra democracia; mejoraría el funcionamiento de nuestros partidos políticos y sindicatos; acortaría las distancias existentes entre los nombres de nuestros dirigentes y el vecino del segundo. Calentar en exceso la silla o el sillón desde el que se dirige la cosa pública acarrea, además de otros males, anquilosamiento en la cúpula o en otros niveles de las organizaciones.

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