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La Eurovisión de 'Operación Triunfo' y la España de Aznar

Si los audímetros no mienten, y esos aparatos no saben mentir, hasta más de 15.465.000 telespectadores vieron en España entera la retransmisión que TVE hizo de la reciente gala del Festival de Eurovisión, que obtuvo en su conjunto un promedio de 12.755.000 espectadores, con el 80,4% de la audiencia de televisión en más de tres horas de emisión, durante las cuales conectó con ella el 55,5% de los habitantes de España: 21.285.000 personas.

Se trata de un auténtico récord, pero que no alcanza los 12.873.000 espectadores de la reciente gala final de Operación Triunfo. Estamos ante un fenómeno sociológico de características muy especiales, con un gran impacto en el conjunto de la sociedad española. También en Cataluña, donde el promedio de audiencia fue sólo algo menor, con 1.916.000 espectadores, esto es el 75,4%.

¿Cómo un festival tan poco atractivo como el de Eurovisión, cuya audiencia televisiva había oscilado en España en los últimos 10 años entre poco más de tres millones y sólo algo más de 5,6 millones de espectadores, ha hecho un salto tan inmenso sólo en un año, duplicando su audiencia? Está claro que Operación Triunfo es la causa de este cambio. Una Operación Triunfo que lleva meses amasando ingentes porcentajes de audiencia de televisión, que ha hecho que casi todos sus finalistas copen completamente las listas de los discos más vendidos en España con cifras que hacen palidecer de envidia a artistas de gran fama desde hace años, y que está llenando todo tipo de recintos con sus galas, además de contar con un canal monográfico de pago y con gran éxito en la comercialización de todo tipo de productos.

El caduco y trasnochado Festival de Eurovisión, que desde hace años apenas despierta ningún interés en el resto de Europa, es un ejemplo casi perfecto del panorama actual de la musiquilla comercial de consumo masivo. A diferencia de lo que sucedía tiempo atrás, en él los músicos brillan por su ausencia y casi todo lo que suena está grabado previamente, algo que por sí solo llama ya a escándalo. Apenas existen diferencias formales significativas entre las distintas canciones concursantes, casi todas intercambiables muy fácilmente entre los diversos países y, por tanto, sin que en muchas de ellas se pueda advertir al menos algo propio u original. Y como prueba de todo ello, la lengua inglesa es amplísimamente dominante en los textos de las canciones, ya sea en su integridad o sólo en parte, hasta el punto que de las dos docenas de canciones interpretadas este año apenas media docena no tenían en sus textos ni una sola palabra de inglés.

En este sentido, el Festival de Eurovisión es el paradigma perfecto de la globalización, y en concreto de la globalización en el terreno de la música de gran consumo impuesta por las grandes empresas multinacionales: unos mismos patrones musicales apenas sin ningún interés, presentados con un envoltorio más o menos sofisticado, con unas aportaciones tecnológicamente innovadoras pero con contenidos siempre banales, de consumo fácil, inmediato y efímero, que deben dar paso a otros productos similares.

Todo esto era ya habitual, claro está, como por desgracia lo es en buena parte del mundo de la gran cultura actual de masas. Pero sólo tras Operación Triunfo y su éxito todo esto se nos aparece como una realidad poderosísima y de una enorme potencia, tal vez porque durante demasiados años hemos querido hacer oídos sordos a una realidad que era ya mucho más que evidente.

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Todo ello nos debe llevar al análisis de lo que este Festival de Eurovisión ha puesto en evidencia de repente. Por ejemplo, un patrioterismo españolista rancio y casposo, que nada tiene que ver, evidentemente, con el patriotismo constitucional, pero sí con el populismo nacionalista que el Gobierno de José María Aznar defiende a capa y espada. Un patrioterismo cutre y de naftalina, en el que las soflamas del inefable José Luis Uribarri nos retrotraerían a viejos tiempos que habíamos creído ya definitivamente superados, a pesar del semanal Cine de barrio de TVE con José Manuel Parada y su pianista.

Un patrioterismo vergonzoso, pero en modo alguno vergonzante ni acomplejado por parte de muchos de sus protagonistas, capaces no sólo de arroparse con la bandera española y de lanzar improperios e insultos en contra de supuestas conjuras extranjeras contra 'nuestra Rosa de España' -la pobre Rosa López, sin duda la menos culpable de todo-, sino de alzarse incluso con un grito fascista de '¡Arriba España!', que ni tan sólo desde la más supina ignorancia puede ser disculpado.

Como no podía ser de otra manera después de lo que llevamos llovido en este país nuestro en los últimos años, entre nosotros resurge con renovados bríos el espectro cada vez más real de un populismo nacionalista que no sólo va contra la inmigración más pobre y marginal -evidentemente, no contra inmigrados como Rivaldo o Zidane, ni como Kluivert o Saviola, ni como los jeques árabes instalados en la Costa del Sol-, sino que se extiende contra todo lo que es diferente, contra todo lo que rompe el esquema de lo que desde el poder se ha establecido como lo únicamente correcto.

En este sentido, el Festival de Eurovisión y su impresionante éxito de audiencia en España debería ser una llamada de atención para todos los que no deseen que en el más inmediato futuro se imponga entre nosotros un populismo nacionalista; esto es, una extrema derecha que con algún envoltorio más o menos sofisticado y algún que otro elemento de innovación tecnológica nos hiciera dar marcha atrás en nuestra historia con el pretexto de la globalización. Atención, pues, con el Campeonato del Mundo de Fútbol, que puede ponernos de nuevo a prueba.

Jordi García>-Soleres periodista.

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