El hijo del cura
El tratamiento de las noticias con protagonistas menores de edad plantea problemas espinosos.
Lo cierto es que el periódico trata de evitar al máximo su identificación, cuando ello pueda originar cualquier perjuicio inmediato o en un futuro previsible.
El pasado viernes, por ejemplo, se ofreció un reportaje sobre menores marroquíes que malviven instalados en cuevas de Melilla. En las fotografías de las distintas ediciones se ocultó el rostro de los muchachos para evitar su identificación.
Pero esta misma semana el periódico ha recogido una historia singular: el párroco de El Espinar (Segovia) ha adoptado a un niño bielorruso de ocho años.
Caben pocas dudas sobre el valor noticioso de lo ocurrido: un sacerdote católico convertido en padre por la vía de la adopción. Las dudas surgen porque, al fin y la postre, el protagonista principal no es el padre, sino el hijo, y porque el hijo tiene detrás una terrible historia, clínica y familiar.
El sacerdote-padre ha contado la historia del niño con bastante lujo de detalles, se ha fotografiado con el pequeño y la agencia Efe distribuyó la fotografía a sus abonados.
La primera duda surge, precisamente, sobre la imagen del menor. No de un menor cualquiera, claro, sino de éste precisamente, con un historial clínico y humano capaz de conmover cualquier conciencia. ¿El hecho de que el padre adoptivo haya decidido dar a conocer la historia y la imagen del muchacho basta para que el periódico se sienta legitimado para difundirla?
Sebastián Serrano, redactor jefe de la sección de Sociedad, donde se recogió la noticia, ha explicado al Defensor que hubo un largo debate sobre la conveniencia de ocultar el rostro del pequeño, pero se llegó a la conclusión de que, en este caso, el rostro tapado del niño le hubiera conferido un cierto aire de personaje clandestino.
Las dudas arrecian porque junto a la imagen se ofrecen una serie de datos -muchos menos de los que ha contado el padre adoptivo- que dibujan una historia espeluznante.
Antecedentes familiares sórdidos, comportamientos patológicos del pequeño que lo dibujan, cuando llegó a nuestro país, como un ser asocial y agresivo, fruto de su terrible pasado.
En medio de ese panorama tenebroso, la acción salvadora del sacerdote, convertido en padre legal, rescata al pequeño de la miseria, lo salva y lo integra.
Aurelio Martín, autor de la información, ha contado al Defensor que tuvo dudas al escribir la historia, tras hablar con el párroco-padre, y evitó unos cuantos datos que se ofrecieron en la conversación, pero añade que estaba ante el hecho de que era 'el propio padre legal el que hizo el relato con pelos y señales y, sin duda, con toda su buena voluntad'.
Martín ha hecho un razonamiento muy interesante: 'Son tan raras las buenas noticias que, probablemente, nos ha arrastrado el corazón; estábamos ante una historia de novela trágica con final feliz, de las que dejan buen sabor de boca, y quizás nos hemos dejado llevar por la emoción de que el chaval se salva'.
Todo lo anterior parece muy cerca de la realidad, de por qué se ha publicado, así, la noticia del pequeño huérfano bielorruso.
La duda final, más bien certeza, es que para contar lo insólito de una adopción por parte de un sacerdote católico se ha invadido una buena parte de la intimidad del hijo.
Es evidente que estamos ante una noticia de perfiles humanos, sociológicos y hasta teológicos -este periódico los trató al día siguiente- excepcionales, pero probablemente la narración debió detenerse allí donde se proyectaba la personalidad del menor, su peripecia personal, tan sórdida que conmueve, pero que no corresponde a un personaje de ficción, sino a un ser de carne y hueso cuyo futuro puede verse afectado por la difusión de algunos de los detalles que han trascendido.
Para contar la historia de uno de tantos desheredados que pueblan la Tierra se han expandido pormenores terribles que el niño no ha podido controlar y, menos aún, dar su aquiescencia para que se difundan.
El pequeño vive en una pequeña comunidad donde, sin duda, la mayoría conoce su historia a grandes rasgos. La gran pregunta es si al ampliar, con mucho, los límites de El Espinar, donde residen padre e hijo, el intento de los medios al contar una peripecia digna de conocerse, por noticiosa, no acaba por desvirtuarse y convierte al niño en objeto de una incontrolada curiosidad que pueda afectar, directa o indirectamente, a un desarrollo lo más normalizado posible.
Conviene también reflexionar sobre si la actitud del padre adoptivo, a la hora de ofrecer detalles, basta para que un medio de comunicación los difunda sin aplicar sus propios filtros en defensa de la intimidad de un menor.
Ilegales, no
La inmigración sigue ocupando buena parte de la actualidad. En los últimos días se han repetido en el periódico varios titulares con la expresión 'inmigrantes ilegales'.
Hace tiempo que este asunto suscitó una polémica en la Redacción y se adoptó la decisición de evitar esa expresión para referirse a las personas.
Es posible hablar de inmigración ilegal, pero es preferible, al escribir de personas, nombrarlas como irregulares, indocumentados.
Parece claro que las personas no son ilegales aunque puedan cometer actos contrarios a la legalidad.
La tragedia que acompaña, en muchas ocasiones, al fenómeno migratorio obliga a no agravarla con expresiones tan radicalmente excluyentes..
Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector por carta o correo electrónico (defensor@elpais.es), o telefonearle al número 91 337 78 36.
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