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Territorio y dinero

Miramos absortos el cielo globalizado de la red y no vemos que se va destruyendo el suelo que pisamos. Algunos expertos de la comunicación afirman que, hoy en día, lo decisivo se produce fuera del ámbito de lo material, lo cual quizá sea en parte cierto. Ningún analista sensato duda ya sobre la potencialidad de las virtudes de la red, acerca de la necesidad de aprovechar las excelencias de la imparable revolución producida en el ámbito de la comunicación, la información y el conocimiento. Pero hay que establecer un compromiso razonable entre lo virtual y lo real, entre la red y el territorio, y advertir sobre la complicidad, intencionada o no, que se produce entre la mitificación de las virtudes de la red y el abandono irresponsable de la realidad que nos soporta y alimenta. No podemos olvidar que dependemos de las capacidades del mundo tangible.

El entorno físico que nos acoge debe cumplir algunas funciones que son esenciales para el conjunto de los humanos. Y una característica de esa realidad territorial es que es finita. Hace tiempo que se conquistaron las tierras lejanas, y ahora ya sabemos del espacio que disponemos para vivir. Pero ocurre, actualmente más que antes, que ese hábitat no sólo se utiliza para fines productivos, sino que es también lugar donde depositar dinero. No en cuentas virtuales, sino convertido en cruda materia bajo la forma de construcciones. Así, el espacio se satura de edificios, muchas veces vacíos, construidos como inversión y el territorio se convierte cada vez más en una inmensa caja de seguridad privada donde colocar ahorros.

Pero si una cuenta corriente es ilimitada, un territorio no lo es. Si el dinero se puede mover, las casas no, y mientras el territorio produce oxígeno y alimentos, las casas ni se respiran ni se comen. Así pues, no conviene utilizar el territorio como si fuera dinero. En este inicio de siglo no sólo la propiedad de la tierra continúa sin ser comunitaria, sino que se ocupa el suelo para especular con el capital y no para hacer rendir socialmente el espacio. El territorio se usa para hacer inversiones especulativas, que favorecen sólo a quien ha colocado sus ahorros y a la industria de la construcción. Este es un problema, muy grave, que se suma a la injusticia histórica de la concentración de la propiedad de la tierra en pocas manos, porque la masiva ocupación especulativa del territorio no sólo es socialmente improductiva, sino que elimina otros usos del espacio que son necesarios. El entorno físico es demasiado valioso para que se convierta en un depósito de ahorros: es un recurso imprescindible para el conjunto de la sociedad y absolutamente escaso.

Esta cuestión resulta aún más preocupante por causa de la irreversibilidad de la mayor parte de los procesos de transformación (y de apropiación) que se producen en el territorio. Los grados de permanencia de esas actuaciones son enormes. El espacio físico no sólo es un bien limitado, sino que es prácticamente irrecuperable si se utiliza mal. Usted puede ir a su banco y pedir que le den su dinero, pero difícilmente tomará en brazos su segunda residencia para llevarla al cajero y convertirla en un valor etéreo, sino que la venderá y allí se quedará la casa aunque sea con otro dueño. Los bienes inmuebles son muy poco movibles, y no se transforman fácilmente en el sentido inverso al de su creación. No se ve a menudo que se elimine una urbanización para volver a plantar las hortalizas que en otro tiempo dieron paso a las construcciones. Así, si el territorio se utiliza para depositar el dinero, allí se quedan para siempre los depósitos. La propiedad edificada se agarra fuertemente al terreno: lo que el notario une no lo separa fácilmente el hombre. Así, el espacio se va ocupando fragmento a fragmento con inversiones pétreas y el conjunto pierde valor para usos esenciales.

Uno de los pretextos preferidos de especuladores y constructores, para eliminar terreno productivo y convertirlo en espacio urbanizado y casas, es que hacen falta más y más viviendas. Pero los expertos, y entre ellos con paciencia renovada el economista y arquitecto Ricard Vergés, nos repiten año tras año que ya no hacen falta más viviendas. Con gran diferencia sobre los demás, España es el país de Europa en que la proporción de inversión no productiva es mayor; y no es casual que sea también el

que tiene el más alto porcentaje de viviendas desocupadas de la Unión Europea: el 12%. En España, en efecto, la situación es lamentable, pero aunque sea en menor grado eso ocurre en muchos países occidentales: si sumamos viviendas vacías, viviendas que se pueden subdividir y viviendas en mal estado susceptibles de restauración, y constatamos, además, el escaso crecimiento demográfico en esos lugares prósperos, advertiremos que no es necesario ocupar más suelo ni construir más pisos. La conclusión, por tanto, es que muchas de esas edificaciones se levantan para invertir y especular. Y es, también, que se construyen en el lugar equivocado puesto que en amplias zonas del planeta, en cambio, buena parte de la población carece aún de techo. Construyamos, pues, donde aún resulta muy necesario y no malgastemos el bien escaso que es el territorio utilizándolo para depositar dinero.

Albert García Espuche es historiador y arquitecto.

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