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Columna
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Los chinos

La soledad y el desamparo son dos sentimientos que bajan hasta nosotros con luz de pájaro y cola de luna. Todo se mezcla en la extensión infinita de la noche, pero no como una fusión en la plenitud, como una hermandad panteísta, sino como las alarmadas reverberaciones de la sospecha. Los ruidos son un aviso, una presencia anticipada del peligro, y se confunden en la tela de araña de los cuatro puntos cardinales. Por eso la soledad y el desamparo tienen cola de luna, y luz apagada de pájaro, y aletas de ciudad, y olor a combustible de estrellas, y frío de tierra desaparecida, y redes de inquietudes o catástrofes que circulan en un tiempo paralizado. Los frigoríficos llegan a emitir una melancolía electrónica de selva, y las hojas de los árboles un temblor de cuchillo de cocina. La vida y el arte nos han regalado muchas escenas capaces de representar la soledad. Hay buques estrangulados por el hielo, mujeres a medio vestir en una habitación de hotel, viajeros contemplando la lejanía familiar del abismo, cajas de pizza vacías en las mesas de la mañana siguiente, niños abandonados en los caminos del bombardeo, bombillas de pensión, ventanas de hospital. Pero ninguna tan triste y tan desolada como la historia de los ilegales asiáticos que hemos leído esta semana en el periódico.

Te van a engañar como a un chino, me han avisado mil veces los amigos que suelen dudar de mi carácter. El lenguaje convirtió en frase hecha la ingenuidad del extrajero sonriente que pisa el mundo de la estafa con un corazón de seda, una cortesía cargada de eles y la cara inocente de las huchas del Domund. Mientras las películas norteamericanas nos amenazan con las artes marciales y las mafias de los barrios chinos, la experiencia misionera de Europa recuerda que a los chinos se les engaña. Pobres chinos en la rueda del comercio y en las aguas del océano. Unos chinos quieren llegar a Europa a través de Marruecos y caen en una noche con luz de pájaro y cola de luna. El estafador marroquí los monta en una balsa playera, los lanza al mar, y mueve la improvisada embarcación de los sueños con aletas de submarinista. El plan era mantenerlos unas horas en el agua y abandonarlos en la costa de Ceuta, una vez convencidos, a golpes de ola, murmullos, gritos y mareos, de que habían llegado a las orillas de Cádiz. Los descubrió la policía cuando estaban a punto de naufragar, y tiró de ellos hacia la realidad esa mano agridulce que nos salva al mismo tiempo que nos detiene. Esa es la mano que hoy gobierna el mundo. No está mal, chinos engañados como chinos, un marroquí miserable que negocia con la miseria ajena, y las aguas del mar, casi tan profundas e ingobernables como la economía internacional y la mordedura de las fronteras. Podemos imaginarlos en la pequeñísima parcela de su engaño, en las coordenadas precisas de su aventura, en su idioma cargado de eles, fuera del mundo, pero rodeados por los frigoríficos, los dormitorios, las ciudades, la inmensidad marina, los continentes, los planetas, los documentos de siempre y el aprovechado de turno que busca su negocio en el desamparo de los demás. Somos un cuento chino, por mucho que tengamos los papeles en regla.

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