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Tribuna
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Aquellos tiempos tranquilos de la educación selectiva

Estoy seguro de que la historia de la educación valorará las grandes decisiones políticas formuladas en la LODE, LOGSE y LOPEG. Contribuyeron decisivamente a universalizar los principios de comprensividad y de escolarización obligatoria hasta los 16 años. No faltaron los que ya entonces anunciaron los problemas o desafíos educativos que iban a provocar, tal como ahora experimentamos. La crisis económica y la falta de consenso en la opinión pública debilitaron aún más la eficacia y la voluntad política de aquellas leyes. Ahora debemos tener la honestidad de reconocer la trascendencia de aquel proceso laudable que nos ha situado ante nuevos desafíos en el sistema educativo.

La utopía del siglo XIX de escolarizar a toda la población infantil y adolescente española se hizo posible a finales del siglo XX. Desde la Ley General de Educación (1970) hasta los años ochenta se mantiene una tendencia al alza hasta llegar al l00% de la escolarización en la primaria. Y por lo que respecta a la secundaria, téngase en cuenta que en los años sesenta en las zonas rurales andábamos por el 9% de cada cohorte de edad. La situación actual no tiene precedentes históricos y esto ha provocado cambios radicales en nuestra manera de pensar. Por ejemplo, ya nadie piensa que el bachillerato tenga como único fin la Universidad. Ahora tiene valor en sí mismo y no meramente propedéutico. Pero lo más importante de todo es que nuestras administraciones públicas educativas han llevado a cabo una lucha hercúlea para acabar con una de las principales raíces de la exclusión social.

Era de esperar que este esfuerzo admirable despertara la preocupación general por la calidad de la educación. Por una calidad para todos y no sólo para los selectos de la etapa anterior. El principio de comprensividad es básico y no tiene por qué oponerse al de la calidad. El Estado no sólo tiene que aumentar las oportunidades de acceso, sino mejorar las oportunidades de una educación de mejor calidad. Todos tenemos una idea vulgar de la calidad, pero no es tan fácil ponerse de acuerdo sobre los indicadores de esa calidad. Puede coincidir un brillante expediente académico con un deficiente resultado social. La otra pregunta del millón se plantea en torno a la eficacia de las reformas legislativas.

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La experiencia demuestra que los cambios técnicos y de organización suelen desviar la atención hacia cuestiones que no actúan de lleno en el núcleo del proceso educativo. De ahí que muchos compartamos un cierto escepticismo ante las reformas legales. Los verdaderos problemas del proceso de aprendizaje no se resuelven con cambios externos: requieren una transformación profunda del paradigma educativo. Introducimos cambios en el sistema, pero no llegamos a transformar las relaciones entre los educadores y el educando. No es necesario declarar ninguna situación de catástrofe para justificar las adaptaciones necesarias que exige una sociedad en vertiginosa evolución. Cualquier sistema educativo nace ya sometido a las frecuentes reformas: algunas provocadas por su mismo éxito. No es justo que la presión social se ejerza de manera preferente sobre los profesores, casi como si fueran los responsables de todos nuestros males sociales presentes.

El debate reformista aumenta las exigencias sin proporcionar los medios necesarios. No cabría en un libro el pliego de descargos. Pero permítame el lector que me refiera aquí sólo a tres hechos históricos, que afectan a la médula misma de la educación.

1. Diversificación de la educación. La voluntad política de universalizar la educación no podía ignorar la multiplicación de procedencias distintas, sociales, étnicas, religiosas y lingüísticas de los alumnos. Una sociedad abierta como la nuestra iba a descubrir su propia pluralidad. Los alumnos han vivido la primera socialización familiar en las formas más diversas. La presencia de extranjeros aumenta esta dificultad. Pasaron los tiempos de grupos selectos procedentes de una sociedad en la que la homogeneidad de valores y convicciones era connatural. El profesor podía dirigirse al estudiante medio. El discurso profesoral se ha quedado sin destinatario, porque no existe el alumno medio. La separación en grupos de adelantados y retrasados no es propia de la buena pedagogía y se hace perjudicial cuando se convierte en discriminación social. Los profesores y las estructuras de apoyo requieren medios que no han sido facilitados.

Hoy se identifica el desarrollo de la persona con el de su propia autonomía. La última encuesta (2000) de valores de la fundación European Values Study muestra el crecimiento constante del individualismo en toda Europa. Los jóvenes españoles se emancipan más tarde, pero el nivel de autonomía de que disfrutan dentro de la familia es igual o superior al de otros países del entorno.

Hace tiempo que la pedagogía reconoció la necesidad de convertir al alumno en constructor de su propio edificio mental. Ya hace cerca de un siglo que se planteó la pedagogía constructiva contra la de la mera reproducción de conocimientos transmitidos por el profesor. Un mismo maestro para 20 niños que pueda tratar de manera personalizada a cada uno roza la utopía. Las nuevas tecnologías, a juzgar por las primeras experiencias de nuestro Foro Pedagógico de Internet, abren un camino de esperanza a la nueva pedagogía personalizada.

2. Asedio de la información al conocimiento. Ese mismo desarrollo colosal de las tecnologías de la teleinformación asedian hoy día al conocimiento. Ante un alud inmenso de informaciones, los procesos de aprendizaje se dispersan y debilitan. Aquella información formal que recibía el niño y el adolescente de sus padres y del profesor se ha convertido hoy en un castillo de fuegos artificiales que lanzan noticias y datos dispersos por la noche del conocimiento, entreteniéndole durante algunos instantes. No llegarán a transformarse en conocimiento mientras el alumno no sea capaz de procesarlos, seleccionarlos, ordenarlos y darles un significado en su propio sistema cognitivo. De ahí la necesidad de 'aprender a aprender'. Lo que importa no es tanto el conocimiento como el desarrollo del conocimiento. Aquí sí que la nueva 'pedagogía con Internet' puede ayudar a proporcionar medios para que el entendimiento pueda moverse con facilidad en la jungla de las informaciones que le cercan.

3. La dimensión social del conocimiento. La educación tradicional se empleaba a fondo en la construcción individual del pensamiento. Ahora el conocimiento compartido es exigencia primaria. Los formadores tienen que poner sumo cuidado en el desarrollo de la inteligencia emocional. Aquella que enseña a relacio

narse con el otro y facilita su comunicación con él. Su propio condiscípulo, ése con quien trabaja en equipo, constituye su primera asignatura. La comunidad de aprendizaje no es un tribunal, sino un equipo de indagación y búsqueda. No basta el compañerismo, todos tienen que implicarse en la tarea común y aprender a transmitir sus descubrimientos a su propio equipo de aprendizaje. Será lo primero que le exijan en su futuro empleo. El desarrollo de la escritura y la expresión oral, imprescindibles la una para la otra, deben ocupar hoy el primer puesto entre las habilidades de adquisición inmediata, desde la primaria. Para ello contamos ahora con una herramienta potencialmente muy eficaz como es el procesador de textos.

Dicho todo esto que pertenece a los nuevos desafíos de nuestra época, tendríamos que añadir otros muchos que han ido haciéndose patentes a través de las últimas décadas en la historia de la educación. Hay que prestar especial atención al desarrollo de la inteligencia crítica, la analítica y la conciliadora. Para ello hay que ponerse de acuerdo con los alumnos a través de diferentes sesiones de discusión y negociación para conseguir que todos contribuyan a una misma planificación.

También se echa de menos la cohesión de la comunidad educativa. No me refiero sólo a la de profesores y alumnos. 'La responsabilidad de la educación es de los padres: la escuela asume por delegación tareas específicas' (J. Beltrán, 1998). Al menos tiene que existir un mínimo de coherencia axiológica entre padres y profesores. La visita periódica de la madre o el padre al profesor no es suficiente. Aquí puede acudir en nuestra ayuda el correo electrónico.

Tendríamos que hablar también del problema de la evaluación. No hemos encontrado a nadie que no admita la necesidad de evaluar los procesos de aprendizaje del estudiante. Esto no quiere decir que el examen, oral o escrito, constituya el método ideal. Debe reconocerse que la evaluación no es sanción, sino instrumento pedagógico. Y para ello no basta juzgar los frutos obtenidos. Hay que esforzarse por evaluar también los procesos. Evaluar el progreso del estudiante desde que comienza hasta que termina la tarea. El ideal es que profesor y alumno coincidan en la adecuación justa del procedimiento. Muchos creemos que el sistema mejor es del modelo portfolio. El ordenador facilita el archivo de todo lo realizado por el alumno.

Sería injusto terminar estas notas sin defender a nuestros profesores. Creo sinceramente que una de las profesiones más nobles de una sociedad avanzada ha pasado a ser una de las peor comprendidas y estimadas. Una cultura que da tanta importancia a la tecnología corre el riesgo de olvidarse del factor humano. El profesor es el elemento central de la conquista de una mayor calidad. Si medimos el gasto que hace el Estado en edificios y medios para la educación, sin duda todavía insuficiente, deberíamos avergonzarnos de las retribuciones que ofrecemos a los maestros y profesores. No es que el prestigio social haya de medirse por la nómina. Pero no podemos exigir que la grandeza moral de la vocación pedagógica supla la escasez de estímulos sociales y económicos. El discurso público de los gobernantes repite todos los días que la educación es prioritaria. Esa preocupación no debe ser real cuando descuidan la formación y los estímulos humanos del docente, pieza clave de esa altísima tarea.

Sirvan estos puntos a modo de ejemplo para juzgar nuestras frecuentes reformas de las enseñanzas no universitarias llevadas a cabo en las últimas décadas. Al leer los distintos documentos, tomas de posición y declaraciones de los partidos y organizaciones, uno saca la impresión de que existe gran proximidad en el diagnóstico de la enfermedad que padece uno de nuestros fundamentales servicios públicos. Pero esta coincidencia en el diagnóstico no sirve por lo visto para dialogar y converger sobre las terapias. La irracionalidad ha caracterizado al debate continuo sobre la educación en lo que va de siglo. No se trata sólo de la religión. Esta cuestión, que está en el ojo del huracán, merece una reflexión más detallada por nuestra parte. Espero que la benevolencia del lector facilite este otro artículo que enviaré a estas mismas páginas.

José Mª Martín Patino es presidente de la Fundación Encuentro.

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