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Columna
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Triunfo

La otra noche, acababa de dejar a unos amigos en la Alameda de Hércules y salía en mi coche hacia la glorieta de la Barqueta. Durante un rato, no entendí lo que sucedía: un mayúsculo embotellamiento atascaba la ronda a su paso por la Macarena, masas de adolescentes salían del puente, congestionaban la glorieta, se derramaban en el asfalto y las aceras colindantes y volvían imposible cualquier intento de circulación automovilística. La causa de la retención era, como siempre, la pareja de policías que desordenaba el tráfico a ambos extremos de la plaza, agitando sus bastones luminosos. Sobre el motivo del éxodo juvenil no tuve noticia hasta la mañana siguiente: fue cuando leí en el periódico que la víspera se había celebrado en Sevilla el concierto clausura de Operación Triunfo, al que habían asistido más de 60.000 almas. Los números no dicen nada: tuve que practicar unos cálculos mentales con índices de población local y capacidad de estadios para entender que era mucha, demasiada gente. Yo sabía que todo el mundo seguía ese bobalicón programa de melopeas porque oía los nombres de sus protagonistas en los colmados, mis compañeros de trabajo hablaban sin cesar de un concursante y de otro, y los rostros de muchachitos recién escapados del acné historiaban las carpetas de la mayoría de mis alumnas; pero de ahí a comprobar la cantidad de conversos (el estado completo de Andorra no llega a los cincuenta mil habitantes) existía la misma distancia que entre la abulia y el vértigo. Qué buscaba toda esa gente apiñada en el estadio de La Cartuja, qué les impulsaba a sufrir el olor a sudor de sus semejantes y las espartanas condiciones de espera con el fin de conseguir un puesto cerca del escenario: alguna fuerza oculta, me decía yo, debe de hacer a estas criaturas sobrehumanas, como al Cid Campeador, y anima a congregarse a las muchedumbres al eco de sus aullidos haciéndoles olvidarse de su mísera circunstancia.

Hablar de clones en los tiempos que corren casi resulta un pleonasmo: no sé por qué Bush y el Papa les tienen tanto miedo, si las calles, los colegios y las confiterías están llenos de tantos ejemplos idénticos del mismo individuo como la reciente película de George Lucas. Basta oír a cualquiera de los integrantes de esta gala que llena coliseos con países enteros para darse cuenta de que su originalidad es la misma de un cromo, de que todos repiten a conciencia un modelo tampoco muy merecedor de descendencia. Triunfo, apoteosis, son palabras que en el pasado se reservaban respetuosamente a los grandes maestros, a personalidades que habían desflorado el secreto de su arte después de décadas de alquimia paciente en la soledad de sus laboratorios: pienso en el homenaje que Ingres tributó a Homero o en la palabra Apothéose estampada en el título de la obra que Couperin destinó a honrar la memoria emprendedora de Lully. Hoy el triunfo parece mucho más rápido, requiere menos de quienes quieren alcanzarlo y no considera imprescindibles espacios tan amplios como la eternidad. En los tiempos veloces que cruzamos no hay lugar para la pesadez del mármol: el busto del héroe se modela sobre las bandas del televisor hasta que lleguen los cambios de programación.

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