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Columna
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Paseo nocturno

Elvira Lindo

De vez en cuando, es revelador ver la propia ciudad en ojos de otro, de un amigo que llega desde un país lejano y que se enfrenta a tus calles familiares con la extrañeza del que no las ha visto nunca. Las ve, seguramente, abstractas, no puede sentir, como tú, la evidencia de la anticipación, el saber que en esa esquina de la Gran Vía te vas a encontrar a la china que vende bocadillos a altas horas de la madrugada, que a unos pasos, doblando por la calle de Hortaleza, los borrachos rondarán las puertas del Seven Eleven, comprando absurdas chucherías o escarbando entre las basuras.

No sabe mi amigo que en la esquina de Augusto Figueroa comienza el imán de las zapaterías, que en verano abren sus puertas al bullicio femenino, a los pies desnudos, la alegría de las piernas sin medias. Mi amigo está paseando por mi vida diaria, pero yo no quiero abrumarle con historias tan personales: aquí vivía yo, en este portal de la calle de Pelayo, en las noches de verano, podía ver la tele del vecino de enfrente y el viejo de al lado pasaba julio y agosto en camiseta, en una silla de enea que difícilmente cabía en el balcón, ¡el veraneo de los pobres del centro! Pero la mirada de mi amigo está limpia de cualquier recuerdo y no quiero contarle nada, quiero que me cuente él lo que ve, estar en esta ciudad como si nunca hubiera estado.

Mi amigo pasea con las manos en los bolsillos, tiene una sonrisa beatífica, no parece extasiado ante la belleza de Madrid, que en estas calles del centro se vuelve un poco turbia y amarronada, pero juraría que está feliz con este paseo vagabundo que estamos dando a la una de la madrugada, dejándonos como si nos empujara una corriente suave que nos hiciera sentir más ligeros. Mi amigo se siente en la gloria, no sólo por la voluptuosidad de las primeras noches de verano en Madrid, sino porque está comparando la tranquilidad que siente con la inminencia de peligro que a diario siente en su país, Colombia. 'Allí', me dice, 'tenemos que vivir con lo que nosotros llamamos un bajo perfil, sin llamar la atención, sin hacer ostentación, procurando no ofender al que tiene menos o no convertirte en una posibilidad para los secuestradores'. Por supuesto, me está hablando de la vida en la ciudad, Bogotá, porque por las carreteras del país ya no se atreve a salir nadie.

Más que la aparente libertad de costumbres -esa pareja de gays que se besan en una esquina de la calle de Gravina-, más que una modernidad estética -los modernos de aquí son como los de allá-, mi amigo valora esa sensación de que la ciudad pertenece al ciudadano a cualquier hora del día o de la noche.

Es lógico que piense como piensa viniendo de donde viene; sin duda contrasta con las informaciones que en estos días se publican en la prensa sobre la inseguridad que se está apoderando de Madrid, y con los asuntos que van a protagonizar la próxima campaña de las elecciones municipales. El pensamiento progresista consideró, tradicionalmente, la seguridad como un asunto burgués, entendiendo que las clases acomodadas debían pagar su impuesto revolucionario siendo atracadas de vez en cuando. Recuerdo aquel chiste que decía: '¿Qué es un conservador? Un conservador es un progresista que fue atracado a punta de navaja'. Pero es demasiado simple pensar que las víctimas siempre son gente pudiente que vive en un chalé de La Moraleja. La mayoría de las veces, las víctimas son los que tienen menos dinero para pagar su seguridad y, en muchos casos, esa inseguridad afecta de manera cruel a los inmigrantes que están intentando abrirse camino en un país ajeno. Mi amigo colombiano va aún más allá: la inseguridad en su país ha conseguido cerrar la boca del ciudadano que no se atreve a serlo, ni a opinar, la política que ha quedado allí sólo puede estar en manos de quien puede mantener a cuarenta guardaespaldas.

Uno tiene dudas, uno no sabe si la inseguridad depende sólo del número de policías o de la acción de la justicia, uno tiende, por reflejo ideológico, a pensar que también es necesaria la acción social, la igualdad social, la educación, el acceso fácil a la vivienda, pero, sea como sea, no es un asunto secundario. ¿Cómo va a ser secundario?, me dice mi amigo, que, por contraste, se ha llevado a Bogotá una idea idílica de nuestro pobre y desastroso Madrid.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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