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Columna
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El pasado lunes se cumplió un año, sólo un año, desde las últimas elecciones al Parlamento vasco, las del 13 de mayo de 2001. De aquellos enconadísimos comicios, que la derecha gobernante en Madrid había reclamado e instado hasta la saciedad, y en cuyo desarrollo el aparato del Estado volcó todo su peso político y propagandístico, mediático y demoscópico, a favor de uno de los bandos en liza, resultó lo que este mismo diario no dudaría en calificar como 'un triunfo histórico' del nacionalismo democrático. En efecto, los 600.000 votos obtenidos por la coalición entre el Partido Nacionalista Vasco y Eusko Alkartasuna superaban en casi 150.000 el mejor registro que ambas formaciones hubiesen alcanzado nunca, por separado o antes de su divorcio. Es cierto que, en escaños, los 33 del bloque PNV-EA quedaban lejos de la mayoría absoluta establecida en 38, y que tampoco la alcanzaron tras incorporar al Gobierno de Vitoria los tres escaños de Ezquer Batua-Izquierda Unida, pero ello sólo es atribuible a la primacía que la ley electoral vasca concede a los territorios sobre los habitantes; con un sistema más proporcional -el catalán, por ejemplo-, el actual Ejecutivo tripartito de Ibarretxe, apoyado por el 48,2% de los votantes, gozaría de una confortable mayoría absoluta (Pujol, sin ir más lejos, las tuvo sin haber superado nunca el 46,5%).

Sin embargo, la rotunda legitimación democrática del 13 de mayo del año pasado no ha impedido al Partido Popular español, a su Gobierno y al líder omnímodo de ambos, José María Aznar, seguir considerando que los actuales inquilinos de Ajuria Enea son unos intrusos, unos okupas, unos facciosos a los que es preciso desalojar cueste lo que cueste. De ahí la estrategia de acoso político, de asedio institucional, de hostigamiento legislativo, de bombardeo mediático, de minado moral que ha presidido los últimos 12 meses, y cuyos principales episodios son harto conocidos: suspensión unilateral por Madrid del Concierto Económico, intento de bloquear la tramitación parlamentaria de los presupuestos de la comunidad autónoma y ulterior recurso de inconstitucionalidad contra éstos, sistemática criminalización del PNV a cargo de Carlos Iturgaiz y otros correligionarios (las referencias a un pacto con ETA, a estar cerca de ETA, etcétera), boicoteo del PP al plan de protección de concejales establecido por la comisión vasca de seguridad o comisión de Arkaute... Y por supuesto, la nueva ley de partidos políticos.

A propósito de este proyecto legislativo, plumas muy autorizadas han expresado ya, aquí mismo, gravísimas objeciones a su contenido, a su eficacia y a su oportunidad. Las comparto y suscribo, fortalecidas por el deplorable espectáculo de ver a todo un presidente del Gobierno jactándose de que, gracias a esa ley aún en trámite, dentro de un mes Batasuna estará ilegalizada (¿dónde quedan entonces la presunción de inocencia, el respeto a la instancia judicial que debería decidir, la prudencia exigible a un estadista?). Si las dudas jurídicas y políticas no fuesen suficientes, bastaría la demagogia de Aznar cuando asimila disolver Batasuna con 'aplastar a la serpiente' del terrorismo (¡qué más quisiéramos!), cuando desdeña la división social que tal medida provocará en Euskadi y, en cambio, enfatiza la fuerza divisoria de una eventual consulta sobre la autodeterminación, bastaría eso para desenmascarar el carácter sectario y partidista de la reforma legal en curso.

En todo caso, erraría quien creyese que ésta es la historia de una obsesión, de una fijación personal de José María Aznar con el nacionalismo vasco. Es algo mucho más serio. Detrás de esas aseveraciones gubernamentales, tan pretenciosas como vacuas, del tipo 'España ya es uno de los Estados de derecho más avanzados del mundo', o bien 'España está a la cabeza de los países más descentralizados del mundo', a lo que estamos asistiendo es a un doble proceso involutivo: a la regresión del Estado autonómico, al retroceso desde la plurinacionalidad incipiente hacia un modelo que se desea uninacional, homogéneo y neocentralista, y ello en el marco de una ofensiva conservadora que trata de recortar los espacios democráticos individuales y colectivos conquistados a partir de 1977. No, a diferencia del peneuvista Joseba Egibar, yo no creo que en La Moncloa tengan ya preparada la suspensión de la autonomía vasca. Tampoco lo precisan; les basta controlar el Tribunal Constitucional y tener a su frente a don Manuel Jiménez de Parga. Lo cual, naturalmente, se proyecta sobre Euskadi, pero también sobre Cataluña.

El domingo pasado, con una osadía inusual en ese organismo, los miembros del Consejo Nacional de Convergència Democràtica de Catalunya expresaron un rechazo categórico al proyecto de ley de partidos políticos, y un Pujol algo desbordado por la contundencia de los suyos hubo de conceder que tomaba nota de ello. Esquerra Republicana e Iniciativa Verds, por su parte, han presentado en el Congreso sendas enmiendas a la totalidad de dicho proyecto. En las filas socialistas catalanas reina un incómodo silencio que huele a disciplinario, pero algunas figuras, y sobre todas Pasqual Maragall, no han disimulado su desagrado e incomodidad frente a la ley anti-Batasuna. Y bien, ¿era ilusorio que todas las fuerzas políticas catalanas de tradición democrática y antifranquista se hubiesen puesto de acuerdo en un no firme y sereno -y razonado ante la ciudadanía- a esa desgraciada ley de partidos? Sí, ya se ve que era ilusorio esperarlo. Pujol se ha pasado por el forro la nota que tomó el domingo, un PSOE desorientado ha dado su aquiescencia a la ley a cambio de algunos retoques cosméticos y un PSC borroso ha asentido con resignación. Ahora ya sólo cabe confiar en que, en el futuro, los demócratas de este país no tengamos que lamentar la triste actuación de nuestros mayores partidos políticos en estos aciagos días.

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