No sólo en las urnas: a propósito de Le Pen
Si también en política no hay mal que por bien no venga, cabe agradecer al resultado de las presidenciales francesas la abundancia de comentarios en torno a tantas dimensiones de la vida política: sobre la desafección democrática en Europa, sobre el sistema electoral francés, sobre la creciente separación entre partidos tradicionales y ciudadanos, sobre el voto del miedo y la protesta, sobre la inmigración como riesgo y como señuelo, sobre la crisis de la socialdemocracia. Está bien que así sea. Y mejor será que tales aportaciones se traduzcan en comportamientos capaces de ir más allá de una reacción efímera tras este comprensible sobresalto.
Si el lector puede soportar un comentario más sobre el tema, aquí va otra lección que extraigo del episodio. A los neopopulismos conservadores que Le Pen personifica no se los ganará en las urnas. Es más, puede ser relativamente sencillo superarlos en las elecciones. Tal como señalaba crudamente una de las pancartas exhibidas en las manifestaciones anti-Le Pen después del 21 de abril, 'para detener al facha hay que votar al chorizo'. Es posible, por tanto, recomponer a trancas y barrancas una mayoría electoral negativa que aleje momentáneamente la amenaza de un descarado autoritarismo, aunque sea optando por un político oportunista y teñido de corrupción.
Pero es más complicado alejar otras amenazas -más sutiles, pero no menos letales- que amenazan a la democracia a principios del siglo XXI. En Francia, en Cataluña y en todas partes. Las instituciones democráticas corren riesgos severos si se devalúan las convicciones sobre los valores de igualdad, equidad, solidaridad o compromiso con la comunidad. La democracia -por muy instrumental que la consideren ciertas orientaciones neoliberales- arranca de una concepción ética: la que nos lleva a reconocer al otro como igual a uno mismo y a comprometernos con él en la búsqueda de soluciones a los problemas comunes.
Hay que admitir que esta concepción y estos valores no cotizan al alza. El gran educador de hoy -la omnipresente publicidad mercantil- predica machaconamente los mantras de un sistema socioeconómico basado en el afán insaciable de superar al otro y de poseer más de lo que él posee. Un sistema en el que la preocupación por lo colectivo se evapora en beneficio del cultivo agresivo y desmesurado del yo. Una mirada a la publicidad televisiva o a los suplementos dominicales de la prensa diaria nos revela el bombardeo de tantos mensajes y consignas tan poco consonantes con los principios radicales de la democracia. Cuesta imaginar que -sin oponerse a este asalto ideológico- puedan asentarse sólidamente los valores sociales de la igualdad, la solidaridad o el compromiso con lo público que están en la base de la democracia. En Francia, en Cataluña y en todas partes.
¿Es ésta una visión moralista del asunto? Lo es. Y, a mi juicio, es la que ofrece una respuesta imprescindible a los adversarios encubiertos o descarados de la democracia política y social. Pero es respuesta exigente. Nos obliga en primer lugar a revisar la firmeza de las propias convicciones para comprobar hasta qué punto están o no contaminadas por las de nuestros contrincantes. Requiere también consolidarlas sin descanso, alimentándolas con una gimnasia política permanente -y, en ocasiones, agotadora- en todos los ámbitos de la vida colectiva: cultural, laboral, familiar y no sólo política. Finalmente, son convicciones que deben ser proclamadas en voz alta, aunque sea a costa de ser políticamente incorrectos y de pagar a corto plazo un cierto precio en votos. De no hacerlo, a medio plazo pagaremos un precio mucho más elevado. En especial si, en lugar de primar lo que creemos más conveniente para avanzar hacia una sociedad más justa, atendemos a lo que parece más favorable a expectativas electorales inmediatas y nos plegamos a la lógica perentoria de la mercadotecnia política.
¿Basta, pues, con el discurso moral? Es imprescindible, pero no suficiente. Los demócratas progresistas debemos comprometernos a fondo en políticas sociales de envergadura y en las prioridades presupuestarias que comportan. No hay democracia de calidad sin lucha constante contra una creciente exclusión social, que vacía de sentido a las declaraciones de derechos. Acceso a vivienda y trabajo dignos, educación de calidad para todos, protección pública del derecho a la seguridad, ingreso sin cortapisas en la sociedad de la información, atención preferente a los grupos sociales más vulnerables: aquí están algunos objetivos indeclinables de una política orientada a ganar la batalla a favor de la democracia. Unos objetivos que han de contar con la correspondiente y precisa traducción presupuestaria, tanto en ingresos suficientes como en la eficiencia del gasto empleado.
También en nuestro país -y a un año vista de las elecciones municipales y autonómicas- hay que tomar buena nota de que no sólo en las urnas se entabla la batalla por una sociedad más justa y por una política más democrática. Se requiere una acción permanente en todos los ámbitos de la relación social: como trabajadores y profesionales, como consumidores, como usuarios de servicios públicos, como vecinos de un barrio o de una ciudad. Una acción que es animada por una constelación de organizaciones sociales y movimientos cívicos que desbordan la visión reduccionista del ciudadano como mero elector desganado o como telespectador conformista. Es esta constelación -de la que forman parte muchos ciudadanos que desean un cambio social y político- la que ha de sentirse reforzada en su diagnóstico, sus objetivos y sus modos de actuar cuando registra el desafío lanzado por todos los Le Pen y la reacción demasiado oportunista y pusilánime con que responden algunos de sus contradictores.
Josep M. Vallès es miembro de Ciutadans pel Canvi y diputado de Socialistes-Ciutadans pel Canvi (ciutadans@pelcanvi.org).
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