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Reportaje:ARQUITECTURA

Máscaras de Nueva York

Nueva York no se arredra. En la Zona Cero, las máquinas fotográficas y las calculadoras han ocupado el lugar de las lágrimas: el escenario de la tragedia es ya un destino turístico, y será pronto un solar en construcción. La primera plataforma de observación, diseñada por los arquitectos conceptuales Diller y Scofidio con David Rockwell y Kevin Kennon, se abrió al público antes de que terminara 2001, y la afluencia multitudinaria obligó enseguida a regular el acceso distribuyendo entradas que indican la hora de visita; al cumplirse seis meses de la catástrofe se inauguraron en las cercanías dos monumentos conmemorativos provisionales, los restos deformados de la escultura esférica de Fritz Koenig que se levantaba frente al World Trade Center, instalada ahora en Battery Park, y las dos torres de luz proyectadas por un grupo de artistas y arquitectos, que desde un emplazamiento próximo han iluminado el cielo con 88 focos; y en junio pueden comenzar las obras del rascacielos que reemplazará el tercer edificio desplomado el 11 de septiembre, el 7WTC, ya encargado por el promotor Larry Silverstein -propietario de los derechos del suelo durante 99 años- a David Childs, de SOM, la gran oficina de arquitectura que está actuando como consultora para el conjunto de la operación.

En las semanas que siguieron a la destrucción de las Torres Gemelas, la incertidumbre económica y la resistencia a viajar provocaron una crisis de la industria turística que afectó también a los museos, algunos de los cuales se enfrentaron a la caída en el número de visitantes proponiéndose como lugares de meditación donde refugiarse ante la angustia de los tiempos. Pero esta conversión súbita al ensimismamiento reflexivo se desvaneció al llegar las navidades: la recuperación de los índices de asistencia se vio reforzada por un puñado de inauguraciones, y tanto el examen de conciencia como el propósito de enmienda fueron rápidamente desplazados por el business-as-usual. La tienda de Prada en el local del Soho que había sido sede del Guggenheim, diseñada por Rem Koolhaas como un espacio turístico -comercial y cultural a la vez-, fue la botadura más espectacular de una flotilla que incluiría la Neue Galerie y el American Folk Art Museum (los dos primeros museos que se inauguran en Nueva York desde que el Whitney abriera sus puertas en 1966), y que se completaría el pasado 18 de abril con la terminación del pequeño rascacielos del Austrian Cultural Forum.

La Neue Galerie es una remodelación de un edificio existente en la Museum Mile de la Quinta Avenida, casi enfrente del Metropolitan y a dos manzanas del Guggenheim, ejecutada con exquisita precisión por la arquitecta de origen germánico Annabelle Selldorf para alojar una formidable colección de arte vienés y alemán de principios de siglo, desde Klimt y Schiele hasta Max Beckmann; pero tanto el American Folk Art Museum, proyectado por Tod Williams y Billie Tsien, como el Austrian Cultural Forum, obra de Raimund Abraham, son construcciones de nueva planta, en solares angostos que han obligado a los arquitectos a expresar su condición pública diseñando fachadas de hermética seducción que protegen como máscaras los rostros constreñidos de los edificios. Situados ambos en las inmediaciones del MOMA -el Folk ocupa de hecho la misma manzana en la calle 53, y estará abrazado en sus dos costados por la ampliación del Modern que está realizando Yoshio Taniguchi, mientras el Forum se levanta en la calle 52 a pocas manzanas de distancia-, la radical contemporaneidad de los dos proyectos utiliza paradójicamente recursos plásticos de sabor intemporal.

Con apenas 12 metros entre medianeras, el Folk impone su presencia monumental en la calle a través de una fachada que la ausencia de huecos permite percibir sin escala, construida con placas de una aleación similar al bronce que conservan la textura burbujeante del metal fundido, y modelada con delicados pliegues de origami que delinean grietas de luz y hacen de esta coraza pesada una envoltura casi inmaterial. Williams y Tsien, un maduro matrimonio de arquitectos que encabeza una pequeña oficina neoyorquina y tiene tras de sí una obra escasa y refinada, ha levantado aquí su obra más intensa, con unos interiores minuciosamente detallados donde la inteligencia de la sección permite a la vez el aprovechamiento exigente del reducido solar y la penetración de la luz cenital a través de dramáticos vacíos verticales, y un ropaje exterior que reconcilia la fascinación táctil de lo artesanal con ese signo críptico y colosal de la Y, un alfabeto ciclópeo dibujado por Steinberg que extiende sus brazos arbóreos sobre una colección inocente y perversa de artistas sin escuela.

Aún más difícil lo tuvo el veterano Raimund Abraham, un austriaco afincado en Nueva York que ha ejercido la arquitectura intermitentemente como extensión de la docencia -un poco a la manera de su colega en Cooper Union, el desaparecido John Hejduk-, y que en este concurso ganado hace diez años ante más de 200 compatriotas debió enfrentarse a un inverosímil solar de 7,60 metros entre medianeras, sobre el que finalmente ha levantado una afilada torre de 24 plantas para alojar la sede del Forum, una institución cultural del Ministerio de Asuntos Exteriores austriaco. Apoyándose en una doble escalera de emergencia, diseñada en forma de tijera, que asciende por la fachada posterior como un espinazo, el frente de rigurosa simetría se retranquea e inclina para cumplir la ordenanza, conformándose al cabo un extraño tótem de zinc antropomórfico y afilados planos de vidrio, donde la exactitud pautada del metrónomo se encuentra con la amenaza helada de la guillotina, y cuyo autor imaginó como un cruce de la isla de Pascua y Blade Runner. Diagramáticamente proyectado y sumariamente construido, el diminuto rascacielos tiene sin embargo la fuerza irónica de su arcaísmo casi naïf, y la convicción visionaria de un profesor y dibujante que un día decidió cambiar el wiener schnitzel por el pretzel.

La culminación de estos dos proyectos culturales es un signo equívoco de la normalización de la vida neoyorquina; una señal más significativa del optimismo enérgico y amnésico de la ciudad puede hallarse en las propuestas que, a invitación de la galería Max Protetch y la revista Architectural Record, ha realizado medio centenar de arquitectos para la Zona Cero, y donde muchos de los protagonistas de la profesión en Nueva York propugnan sin empacho fantasías megalómanas. Incluso los líricos Williams y Tsien dibujan un titánico bosque de torres ahorquilladas que se enlazan fraternalmente en las alturas vertiginosas y hasta el onírico Abraham formula un proyecto de sólida densidad inmobiliaria, donde sólo las cuatro grietas que señalan la posición del sol en los momentos fatídicos de los dos impactos y los dos desplomes introducen una referencia simbólica y astral en el macizo construido: el autor del tótem no teme el tabú. Y mientras los arquitectos celebran sus pequeñas victorias y sus grandes sueños, Architectural Record publica una monografía especial sobre seguridad, cuyo hilo conductor es que las medidas de protección deben ser invisibles. Nueva York puede parecer otra vez una ciudad alegre y confiada, pero el 11-S ha cambiado el talante de Estados Unidos más de lo que los europeos queremos aceptar. Ver a Woody Allen en los Oscar de Hollywood debía de habernos puesto sobre aviso; pero oír a nuestros amigos norteamericanos quejarse amargamente del auge del antisemitismo en Europa, que nos ciega frente a la crisis de Oriente Próximo, y constatar que su áspera determinación es sorda ante la reflexión o el consejo no puede sino producir una impotente frustración: esta Roma no escucha a Grecia. Seguiremos amando Nueva York y su elegante carnaval de máscaras, pero respetaremos menos a un imperio que vence sin convencer.

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