Los ayuntamientos no son corporaciones
La propuesta de elección directa del alcalde puede oscurecer otra reflexión de menor impacto mediático pero probablemente más relevante para el buen gobierno local. Si la voluntad de los dos grandes partidos es formalizar un pacto que sitúe en los gobiernos locales competencias ejercidas por las Comunidades Autónomas deberán meditar si la actual regulación corporativa del gobierno local constituye un buen soporte institucional para cumplir el encargo con garantía.
Una muestra de la lógica corporativa es la concurrencia en el alcalde de la presidencia de la comisión de gobierno y del pleno. O la obligatoriedad de formar equipo de gobierno con concejales. Estos dos puntos limitan el alcance de las medidas contempladas en la Ley Orgánica 8/1999 que modifica la Ley Orgánica de Régimen electoral general y en la Ley 11/1999 que cambia algunos artículos de la Ley de Bases de Régimen Local. Ni la moción de censura, ni la moción de confianza, ni los plenos de control encontrarán un terreno propicio si el alcalde preside el pleno que lo controla. Tampoco estará en las mejores condiciones de asumir un mayor número de competencias ejecutivas si no dispone de libertad para formar libremente su equipo de gobierno.
La legitimidad política de un concejal no lleva aparejada capacidad de gestión. Un buen criterio de inclusión en una candidatura no implica habilidad para dirigir urbanismo o hacienda. El modelo de áreas asignadas a un concejal ha provocado dos efectos indeseables: por una parte, la propensión de los concejales a usurpar funciones directivas que no están en disposición de desempeñar con profesionalidad, y por otra, la proliferación de concejalías en función del número de aspirantes al gobierno con la consiguiente elevación de los costes de coordinación. En estas circunstancias, los ayuntamientos han funcionado más como organizaciones de rendimiento que como organizaciones estratégicas, más como organizaciones ejecutivas prestadoras de servicios que como gobiernos con visión de futuro.
Esta excepción a los principios de la separación de poderes carece de fundamento y responde a la idea anacrónica de corporación, como si los municipios fueran asociaciones gremiales en defensa de un interés particular y resultara más importante ordenar la relación entre el órgano unipersonal y el colegiado que encauzar el conflicto político entre gobierno y oposición. Asimilados a poderes intermedios, parece preocupar menos la pluralidad interna que la eficacia en defender los intereses particulares. No es extraño que los concejales se reconozcan como gestores antes que como gobernantes.
A pesar de las modificaciones introducidas por la Ley 11/1999, el gobierno comparte la dirección política con el pleno porque este órgano retiene, tras la reforma, importantes competencias de ejecución.
En la legislación actual aparecen como competencias del alcalde, mezcladas y revueltas, decisiones de alta trascendencia política con disposiciones administrativas triviales; aparecen como competencias del Pleno, revueltas y mezcladas, decisiones ejecutivas puntuales con acuerdos que marcarán la evolución de la ciudad para muchos años. El Pleno municipal tramita por igual el aumento de sueldo de un conserje y la aprobación del Plan General de Urbanismo. Esta mezcolanza que lo traduce todo a mero procedimiento oscurece la función de control político y exagera el procedimiento en sí mismo; por esto la oposición municipal, sea del color político que sea, olvida su rol político y se limita a ejercer una fiscalización legalista; el único tema de debate acaba siendo la quisquillosa vigilancia del cumplimiento de la ley, en lugar del genuino control político presentando alternativas y criticando las iniciativas del gobierno.
Todos estos rasgos hacen de la política local un arte menor, pervive la consideración con rancio abolengo de los Ayuntamientos entendidos como communes, asuntos domésticos claramente diferenciados de los intereses generales, encomendados a unos mandatarios, élus, y desde luego sin contenido político. Frente a esta visión, conviene reivindicar que la ventaja comparativa del gobierno local no se reduce a una cuestión de eficacia derivada del principio de proximidad sino al pluralismo de las diversas opciones políticas. No hay en los municipios un interés particular que deba defenderse corporativamente; si así fuera, quizás tuviera sentido sobreponer la eficacia a la democracia: definido el fin solo queda identificar los medios. Sin embargo, la política local excede el carácter instrumental, no hay un fin único sino tantos como variadas sean las demandas ciudadanas, y por tanto no habrá democracia local plena si no tenemos una división de poderes entre un ejecutivo con amplia autonomía de decisión y un órgano legislativo local que elabore normas y controle al ejecutivo.
Manuel Zafra es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Granada y Albert Calderó es abogado y director de la consultora Estrategia Local de Barcelona.
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