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Columna
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Arte

Ya sé que abuso de nuestra vieja amistad, pero permitan ustedes que hoy les comente el mejor libro que he leído en lo que va de curso. Será un repelente ejercicio de eso que Ferlosio, con toda razón, llama yoísmo, enfermedad infantil del periodismo. Mi excusa es que lo hago para hablar bien de un colega.

Habrán observado que he dicho 'libro' y no 'novela', ya que no puedo asegurarles que lo sea. No sabría bautizarlo. ¿Quizás 'narración'? La lengua de madera que imperaba en los años setenta, a estas cosas les llamaba 'textos'. El caso es que a su autor le visitó la Parca cuando se afanaba en la última corrección. Casi puedo oír el cabezazo del difunto sobre los papeles esparcidos sobre su escritorio. El mazazo retumbó en todas las almas de quienes le habíamos leído devotamente durante muchos años. Cuyo número no sobrepasa los cuatro dígitos.

Para acabar de arreglarlo, no era español, sino italiano. Como soy inmune al virus identitario y la traducción es tan buena, puedo afirmar y afirmo que es el mejor libro de prosa castellana que he leído, etcétera. Ahora bien, no se hagan ilusiones, no hay acción trepidante ni curioso protagonista, no hay bellos paisajes ni amor; de hecho, no hay nada de nada, excepto arte lingüístico. Como es lógico, no lo recomiendo, sólo presento un ejemplo de lo que queda de la literatura, arte acosado por el lobby de la novela. Pues lo que queda es un monólogo delirante, con caracteres y escenarios reducidos a la simplicidad que exige una antesala de la muerte. Adivino que éste monólogo intenta imaginar el tránsito de una vida iluminada por la luz solar hacia al impenetrable reino de las sombras, allí donde la eternidad deja de ser una palabra y se convierte en estado definitivo; tan definitivo como la ciénaga en la que perora esa voz sutil que se deshilacha como una tela de araña batida por el viento. ¿El protagonista está ya muerto?, ¿se encuentra en la duermevela del sueño eterno?, ¿quiere adelantarse al largo adiós para combatir el pánico? No tengo ni idea.

Se llama La ciénaga definitiva, título póstumo. Lo escribió el secreto y modesto Giorgio Manganelli. Y lo ha editado Siruela. Que conste que no lo recomiendo. Luego no se me quejen.

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