Apenada España
Un espejismo mediático nos hizo ver la victoria relativa de Le Pen sobre Jospin como el ascenso del fascismo en Francia. Y el falso espejo se fijó, para hacer el susto más espectacular, en movimientos en ascenso similar de otros países sin citar a España. Sólo el estupendo Forges, en su chiste del pasado día 4, centraba la aparatosa demagogia de un periodismo fácil.
Se ha dicho que el voto lepenista ha sido un voto de protesta contra el Gobierno de izquierdas y a menudo el de trabajadores socialistas o comunistas desencantados. ¿Serán ahora fascistas todos ellos? ¿Es la izquierda la vía electoral al neofascismo? Para acabar de confundirnos, ciertos personajes de pluma fácil y liberal han identificado el nacionalismo antiamericano de Le Pen con el radicalismo antiliberal de quienes critican la bendita globalización de las multinacionales. ¡El fascismo reaccionario se opone a la misión progresista de libertad democrática de los globalizadores liberales!
Como era de esperar, también ciertos socialdemócratas vergonzantes de nuestro país se han apresurado a denunciar, como Le Pen, los tímidos intentos de la izquierda clásica de romper el sistema económico imperante y han recordado que Blair, esa Tatcher sin bolso, no ha perdido el favor de las urnas porque ha asumido la herencia liberal mejor que sus colegas continentales. La izquierda europea no satisface a un electorado que no busca más igualdad ni participación, sino más seguridad en la conservación de su bienestar económico amenazado por una redistribución de la renta que es inviable en un sistema que no soportaría tal exceso en nombre de la justicia y del bienestar de todos, emigrantes incluidos. Con lo cual habrá que deducir que Le Pen coincide con los liberales en que los grandes perdedores son siempre los socialistas, abandonados por una sociedad conservadora que lo quiere todo a la vez por contradictorio que sea: mano de obra inmigrante y barata; mano dura con ella si delinque; proteccionismo de sus intereses sin solidaridad compensatoria con otros países europeos más pobres, y freno a las oleadas migratorias ilegales sin gastar ni un duro en promover la riqueza de sus pueblos de origen, de los que se emigra como restos del naufragio producido por la globalización liberal depredadora.
Pues llevan en esto razón el fascista Le Pen y los pulcros liberales. El socialismo no puede satisfacer conservación tan egoísta y contradictoria sin un cambio radical del sistema. Para satisfacerla ya están los liberales y Le Pen. Ellos son los xenófobos, los prepotentes y los violentos a los que cita Forges. Pero por serlo han llegado ya al punto máximo de la contradicción. El liberalismo económico, común a la derecha y a la extrema derecha de hoy, no tiene patria verdadera, explota a los de dentro y a los de fuera y a los que de fuera entran adentro. Si ellos no pueden explotar a otros pueblos sin dejar de explotar al propio serán rechazados por los mismos que representan. Pero tampoco podrán gobernar los socialistas si no cuentan con los ciudadanos justicieros y solidarios. Si no han tenido su apoyo en Francia es justamente porque no se han atrevido o no pueden ir más allá del sistema. En mi opinión, sin un cambio radical, la derecha conservadora y la izquierda moderada acabarán aplicando las recetas de Le Pen que él nunca hubiera podido aplicar, entre otras cosas porque no engaña tanto, no se enmascara tanto de demócrata, no miente tanto y dice lo que muchos piensan aunque no todos lo piensen por las mismas razones.
Un buen ejemplo de ese futuro hacer de un Chirac lepenizado, disfrazado de defensor del Estado de derecho y de la democracia, es el de la derecha liberal que manda hoy por hoy en España. 'Ahora resulta que aquí no hay ultraderecha', afirma con sorna mi admirado Forges. Claro que no. España ya está lepenada y penalizada sin que haga falta (aún) un caudillo populista como el francés. Nuestra derecha chiraquiana no ha de temer que el rechazo a la sinceridad brutal de un derechismo exagerado y, por tanto, desenmascarado, despierte la rebelión de la conciencia popular como, con un poco de suerte, esperemos que se haya producido de verdad en Francia más allá del esteticismo republicano de estos días.
Ese despertar podría ser ambivalente. Por un lado la gente podría plebiscitar con su voto a ese caudillo como hizo democráticamente con Hitler y sus huestes. La incultura originada por la trivialidad mediática y mantenida durante años por los actuales y los anteriores gobernantes (muchos jóvenes urbanos votaron en su día al PP por creer que estaba a la izquierda del PSOE) podría causar esa lepenización descarada que nuestros mandamases de turno ocultan hábilmente porque de momento no se lo piden sus clientes mientras en la práctica se apliquen muchas de las recetas autoritarias, xenófobas y prepotentes que el sector mejor instalado de la población reclama. Otra cosa sería que el tal caudillo ultra despertara de su pesadilla a un electorado que no sabe a quién votar porque nadie le resuelve lo que importa y que éste último exigiera con su apoyo que nuestros socialistas lo fuesen de verdad y no de mentirijillas, vinculándose sin temor y sin miedo de perder futuros sillones ministeriales a los mil motivos de protesta cotidiana de las víctimas, castizas o sobrevenidas, de un sistema injusto, ineficaz y, en el fondo, violentador de vidas, bienes y derechos.
Nuestros gobernantes se han adelantado a Chirac y han simulado despreciar a Le Pen. No temen una reacción contra él como la francesa.Tampoco temen una radicalización socialista pues confían en que el PSOE no querrá asustar a un electorado cobardón, materialista y trivial,amén de anestesiado, que es como lo quieren y fomentan desde el laboratorio de estrategias del grupo gobernante. Realmente no se ve de momento salida a situación tan penosa y por eso apena España. Porque no hay otra salida que salirse del cuadro. Y salir no quiere decir ir en busca del autoritarismo lepeniano, que ése ya lo tenemos de hecho y casi de derecho según proyectos que amenazan convertirse en ley. Salir significa política de soluciones reales a los problemas reales de la gente; participación democrática, no sólo electoral, en todos los ámbitos, y una redistribución de la riqueza justa. Y para lograr todo esto, movilización constante de la ciudadanía víctima para que exija de la clase política un verdadero Estado de derecho, democrático y social, como al que obliga nuestra Constitución. Si España está lepenada, como dice Forges, ¿quién la deslepenará?, pregunto yo.
J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional.
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