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El silencio de Luis Lucia

'Más vale tarde que nunca' es una observación tan acertada como melancólica, porque une al reconocimiento debido el acíbar de la devaluación que para el destinatario y sus allegados comporta el largo transcurso del tiempo. Ahora que empieza a estar de moda la condena apenas velada de la transición porque fue acompañada del olvido, tal vez sea oportuno señalar que el olvido no es único, sino plural, que el olvido está formado por el agregado de muchos olvidos. Que hay olvidos salutíferos, porque permiten enterrar a los hermanos gemelos del odio y del miedo. Que hay olvidos convenientes, porque permiten construirse una imagen impoluta al precio de la desmemoria, Que hay olvidos útiles porque permiten sepultar la memoria de nuestros malos actos. Que hay, en fin, olvidos injustos, como es el caso de Luis Lucia. Por eso me parece que el recuerdo que le acaban de dedicar las Cortes Valencianas estaba muy en su lugar, entre otras cosas porque tiene por protagonista a un Parlamento: el nuestro.

Cuando una persona ha tenido en la historia de un pueblo un papel del tamaño del que desempeñó Lucia, el silencio y el olvido no pueden ser casuales, necesariamente han de tener hondas raíces y fuertes motivos, que no razones, que otra cosa son. Que el diputado Luis Lucia, como reza la placa de la plaza que la ciudad le dedicó hace unos años, sea recordado en el callejero como tal me parece no responde precisamente a la casualidad, y nos pone en la pista de los motivos del silencio. De un silencio, obsérvese, bilateral, del que ciertamente son más responsables los hombres que accedieron a la vida pública en la formación que él creó, la DRV, que no le apoyaron en la hora de la crisis, en 1936, muchos de los cuales desempeñaron un papel destacado en la vida política y en la sociedad civil valenciana en los años de posguerra y aún mucho después, y que hicieron aplicable al Lucia Lucia de los primeros cuarenta aquello que Shakespeare pone en boca de Marco Antonio en el elogio funerario de César: 'La ingratitud, más fuerte que el hierro, hirió su corazón'. Pero un silencio del que también han sido responsables los hombres que fueron sus rivales políticos, que no sus enemigos, y sus organizaciones, para buena parte de los cuales el recuerdo del político demócratacristiano resultaba francamente incómodo.

Cierto es que que el diputado Lucia cometió un pecado imperdonable en la España de los años treinta: el de tener razón en un país en proceso de enloquecimiento. Luis Lucia forma parte de ese grupo de españoles que trató de impedir que el país se precipitara en el abismo de la guerra civil, lo que por sí solo explica el trato que se le dio, el que corresponde al cuerdo en tierra de orates. Y en el seno de ese grupo, al mucho más reducido que se apercibió que la única posibilidad de convivencia civil pasaba por el mantenimiento de la democracia en la forma dada por la legalidad republicana, que ante una derecha radicalizada, una izquierda en pleno sarampión revolucionario y un ejército dividido, la única posibilidad de España pasaba por el entendimiento de los moderados en el marco de la República, no en vano se pensó en él como miembro del posible gobierno Prieto en mayo del 36, posiblemente la última parada del tren antes de la catástrofe. Por ser coherente con esa posición afirmó su lealtad a la República cuando ésta se hallaba al borde del abismo (y cuando otros moderados, como Martínez Barrio, trataban de parar la máquina infernal, que era de lo que se trataba).

Vistas así las cosas tiene su lógica la actitud que respecto a Lucia adoptó el régimen de la victoria. Otra cosa hubiere significado que la violencia no era estrictamente necesaria, que el golpe militar no estaba justificado, que la guerra subsiguiente, lejos de ser una cruzada de la nación para recuperarse a sí misma, era una barbaridad inadmisible provocada por unos aventureros, es decir admitir la destrucción de las bases de la legitimación del estado franquista: la violencia necesaria para salvar una sociedad y posibilitar que España volviera a su ser. De lo que tan agudamente era consciente Franco que treinta años después todavía se irritaba cuando alguien le recordaba que se había sublevado con bandera tricolor y el vítor de 'Viva la República'. Y no deja de tener su lógica que la derecha constitucional haya mantenido su olvido: A la postre al no haber seguido a los valencianistas liberales o democristianos hacia una opción por la continuidad con su propio pasado que ahora se debía olvidar. Muerto Franco resulta penoso recordar, y difícil explicar, que aquí poco menos que todo el mundo ha sido franquista.

Pero también tiene su lógica el silencio no exento de incomodidad del otro lado de la trinchera. Porque este lado siguió en julio del 36 un camino paralelo al de los sublevados: sublevarse a su vez a favor de la revolución social en lugar de respaldar la legalidad y las instituciones republicanas. Lucia significaba el recordatorio de que la izquierda adoptó en 1936 un camino que, en primer lugar no era necesario, y en segundo lugar era erróneo. Que en lugar de respaldar la legalidad y las instituciones republicanas optó por una vaga revolución social que paralizó al gobierno legítimo y desarrolló un feudalismo de comités que vaciaron el Estado republicano. Lucia significaba y significa, entre otras cosas, que la continuidad de la democracia republicana era una opción abierta, una opción que no se quiso seguir.

Vistas así las cosas se comprende muy bien la razón por la que el gobierno republicano hizo encarcelar y procesar al diputado Lucia por rebelión, y que exactamente ese mismo sumario sirviera a los nacionales para fundamentar su condena por idéntico delito. Porque delito como haberlo lo había: ser leal a la democracia republicana y, por ello, deslegitimar las opciones de los dominantes en ambos lados de la trinchera.

No, no es sorprendente el que silenciara a Luis Lucia. Ese fue el destino de la democracia republicana, de la república del 14 de abril.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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