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Columna
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La lección francesa

Nuestros vecinos franceses, con sus votos, acaban de eludir el peligro de que Jean-Marie Le Pen se instale en el Elíseo y ponga en práctica las medidas ultraderechistas que viene preconizando desde hace cuarenta años. Vale la pena ahora resumir en pocas líneas el terremoto que estas dos últimas semanas ha sacudido los cimientos de Francia, para aplicarlo a renglón seguido a la Comunidad Valenciana.

Los políticos -no es ningún secreto- perdieron hace tiempo el prestigio de otras épocas, debido a multitud de razones que van desde los escándalos financieros al incumplimiento sistemático de las promesas electorales. Todo ello se ha visto agudizado en el último decenio por una globalización neoliberal que convierte a los gobernantes en títeres de las compañías multinacionales, a los ciudadanos del Primer Mundo en consumidores y a las masas del Tercero en pobres sin porvenir. Si a ello se le suma que los partidos socialistas y comunistas occidentales se han ido aburguesando y hoy -de acuerdo con la felicísima frase de Pierre Bourdieu- son una izquierda de derechas, no es de extrañar que el electorado francés tuviera bastantes dificultades para diferenciar a Jospin de Chirac (o a Jorac de Chispin, como decía la boutade).

La desidia ciudadana frente a la política solía servir a los partidos conservadores (cuyos votantes no se abstienen nunca), pero ahora, mientras la derecha y la izquierda seguían buscando en vano el centro político -un Eldorado retórico como tantos otros-, Le Pen aprovechó para colarse entre ambas. Con un 27% de abstención en la primera vuelta, los electores rompieron la baraja y castigaron por fin a la izquierda plural, hartos de que ésta siguiera utilizando un lenguaje progresista pero practicase políticas inspiradas en el neoliberalismo.

Y el domingo, tras la elección descafeinada de Chirac en la segunda vuelta -votado con asco por medio país-, quedó claro que el avance inicial de la extrema derecha era un síntoma molesto de la auténtica enfermedad: la derechización de la izquierda institucional francesa (y, por ósmosis, europea), que sigue sin hacer los deberes y se encuentra ante la disyuntiva de continuar largando lastre ideológico a cambio de poder o de volver a ser lo que fue: la defensora natural de las libertades civiles, de los servicios públicos, de los jubilados; la vanguardia de los sin empleo, de los inmigrantes, de las minorías, de los perseguidos; en suma, de todos aquellos que pagan los platos rotos del capitalismo salvaje en que vivimos.

¿Qué tienen que ver las elecciones francesas con las que tendrán lugar dentro de un año en la Comunidad Valenciana? Mucho más de lo que parece a simple vista. Salvando las distancias, el astuto presidente Zaplana equivale a Chirac y el anodino aspirante Pla es un clon de Jospin. El primero es demagogo, incombustible y con pocos escrúpulos; el segundo, aburrido y fajador, pero incapaz de despertar pasiones. Quizá sería sensato que Joan Ignasi Pla busque un buen asesor de imagen y, sobre todo, regrese sin matices a la izquierda que el PSPV nunca debió abandonar, no vaya a ser que los valencianos imiten la boutade de Jorac y Chispin y empiecen a decir que Zla y Plazana son intercambiables, con el resultado en las urnas que todos conocemos.

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