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Columna
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¿Qué seguridad?

Josep Ramoneda

Samuel Huttington diseñó en su día para Jimmy Carter la doctrina de los derechos humanos que fue ideología oficial norteamericana durante la década de 1980. Ronald Reagan se dio cuenta de lo lesiva que era esta doctrina para la Unión Soviética y la adoptó durante su reinado. Ahora Samuel Huttington es uno de los firmantes de la Carta de América que explica a los europeos por qué la guerra de Afganistán es una guerra justa y la seguridad, una prioridad nacional. Efectivamente, la seguridad es el nuevo gadget ideológico de los países llamados avanzados. Así lo han entendido el Gobierno estadounidense y Aznar, su profeta. Con autocomplacencia, el presidente español ve como todos van por la senda que él marcó.

Tal es la autosatisfacción del presidente que le impide darse cuenta del fracaso de su plan 2000, que tenía que ser el no va más en seguridad ciudadana, y del disparate político que está a punto de cometer en el País Vasco con la aprobación de la nueva ley de partidos políticos. El sábado ya se empezaron a notar los efectos: Batasuna tuvo un éxito de convocatoria en una manifestación contra la ilegalización que hacia tiempo que no tenía. No se trata de poner en el mismo plano una actuación criminal y una equivocación política, pero con la ley de partidos se corre el riesgo de provocar en Euskadi efectos parecidos a los que provocó la crisis del GAL: dar a Batasuna un rearme ideológico y una oportunidad de reagrupar sus fuerzas en un momento en que había claros síntomas de retroceso y de dispersión.

Pero es el tiempo de la seguridad y, por supuesto, como corresponde a todo movimiento de repliegue, un momento de retroceso en Europa. El canciller alemán, Gerhard Schröder, que tiene elecciones pronto y, por tanto, sólo piensa en lo que la gente tiene ganas de oír, ha puesto este doble mensaje en el frontispicio: todo por la seguridad y frenazo en el proceso europeo. Jacques Chirac, en su discurso después de la reelección como presidente de Francia, citó tres veces la palabra seguridad. ¿Qué creen? ¿Que con esto basta? ¿Qué hablando de seguridad las 24 horas del día se habrá conseguido calmar a la ciudadanía y romper el descontento que recorre Europa?

Seguridad es el gadget al que todos se acogen para seguir ganando elecciones -aunque la participación baje en todas partes y sea necesario apelar a la movilización republicana para recuperarla- y no afrontar los problemas de fondo. Al contrario: con el uso ideológico de esta palabra sólo se consigue aumentar los riesgos de descarrilamiento. Porque se está dando la razón a los voceros populistas que han construido sobre ella su discurso y porque detrás de la palabra seguridad -y todos lo saben- se dibuja el perfil amenazante de un inmigrante (magrebí, negro o turco, según las pulsiones mórbidas de cada país) como culpable de las desgracias de los nacionales, con lo que el discurso de la preferencia nacional -el mismo de Le Pen- se cuela por la puerta de la vergüenza. Una vez más Aznar es el más avanzado, el más descarado, y en vez de dejar que sea el ciudadano quien construya en su imaginación el retrato del culpable, una vez dadas todas las pistas, lo dibuja él directamente: el inmigrante, que ha sido objeto del 86% de las detenciones en los últimos meses (y, encima, el dato es falso).

La seguridad, entendida como problema de orden público y referida a la delincuencia callejera, es el gran espantajo para eludir todas las verdaderas responsabilidades de los gobernantes. Es evidente que garantizar la seguridad es uno de los primeros deberes del Estado, y a él deben aplicarse los gobernantes, con serenidad y responsabilidad democrática, sin hacer malabarismos políticos. ¿Qué malabarismos? Por ejemplo, dejar a una ciudad con menos policías de los necesarios, como está ocurriendo ya en Barcelona en el proceso de transferencia a la policía autonómica, con graves responsabilidades compartidas por el Gobierno catalán y el Gobierno central. Por ejemplo, falsificar los datos y las informaciones. A medio plazo los trucos acaban descubriéndose siempre.

El problema de fondo es que con la seguridad callejera se pretenden tapar todas las demás inseguridades que están en el origen de las inquietudes y de los miedos de la ciudadanía y de la propia inseguridad urbana. Porque también son causa de inseguridad los despidos masivos de trabajadores en nombre del principio de deslocalización frente al que los gobernantes se demuestran impotentes; también es causa de inseguridad la debilitación permanente del Estado de bienestar y de la protección social en nombre de la liberalización y la desregulación; también es causa de inseguridad la fragilidad del empleo y la exigencia cada vez mayor de movilidad que hace que muchos ciudadanos -no todos son triunfadores globales como se autoconsideran los propagandistas- se sientan perfectamente desamparados. Para decirlo al modo de Joseph Stiglitz, la principal causa de la inseguridad ha sido la falta de respeto a los tiempos y los ritmos necesarios para que la gente pueda asumir los cambios. Las terapias de choque que el fundamentalismo del mercado ha aplicado han producido estragos. La teoría de la filtración, según la cual lo que beneficia a los ricos beneficia a los pobres porque el crecimiento se filtra y llega a todos, forma parte de aquellas creencias de las élites gobernantes que sólo sirven para desacreditarlas.

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El que realmente quiera coger la bandera de la seguridad que vaya a los problemas de fondo. Si las reformas que la política necesita se limitan a más policía y mano dura con los inmigrantes, puede que consigan batir tristes récords como, por ejemplo, el de población penitenciaria que Aznar ya tiene en su haber. Y puede que se ganen algunas elecciones entre los que necesitan creer que hay mano dura para ahuyentar sus miedos. Pero, a medio plazo, todo estará como estaba, sólo que con las instituciones democráticas más debilitadas, y la credibilidad de los políticos seguirá cayendo. Hasta que alguien se atreva a decir claramente -¿a qué espera la izquierda?- que la seguridad callejera no es el problema, sino la consecuencia. ¿El que lo diga tendrá realmente capacidad para luchar contra el problema? Esta es la duda, y la situación aporética de una política que no se atreve a llamar a las cosas por su nombre porque sabe que, tal como se conduce la globalización, la norma no la impone ella, sino el poder financiero. O la política se revela y recupera su autonomía, o quedará como chivo expiatorio de un imparable proceso de degradación democrática.

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