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Una victoria de los valores de la República

El reelegido presidente cuenta, tras la aplastante derrota de Le Pen, con el oxígeno que le faltó en la primera vuelta

Lluís Bassets

Nunca una elección presidencial había arrojado un resultado tan humillante, en el que el candidato vencedor arrasara casi hasta el exterminio a su adversario, con una diferencia de casi 65 puntos entre ambos. El general De Gaulle, en la primera elección presidencial por sufragio universal, le sacó 10 puntos a François Mitterrand en la segunda vuelta, suficientes para enjuagar la humillación del fundador de la V República, que había soñado en un candidato socialista engullido de un bocado por mayoría absoluta en la primera vuelta. El sucesor del general, el profesor de Literatura convertido en banquero y tecnócrata, Georges Pompidou, superó en 16,5 puntos al presidente del senado Alain Poher, en una elección con una abstención colosal, más de un 30%. Ambos eran candidatos de la derecha, y la izquierda, que no había colocado a nadie en la segunda vuelta y estaba en penitencia de los hechos de mayo de 1968, se sintió ajena a todo aquello. Esta vez, en cambio, la diferencia es impropia de una elección: pertenece al territorio del plebiscito.

Será difícil que Le Pen, a sus 73 años, siga perturbando la vida política francesa
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La izquierda se ha implicado a fondo en el combate y su candidato copiosa y disciplinadamente votado ha sido el de la derecha. Y los ciudadanos no han votado a Chirac, sino a la República, a sus valores de libertad, igualdad y fraternidad, a la integración de Francia en Europa y a la sociedad mestiza que es ya una realidad hoy en día y que Le Pen quería depurar y limpiar. De Gaulle, con sus ensueños de elecciones plebiscitarias, no habría deseado nada más conforme a su idea y a su carácter.

Así, se da la paradoja de que, en el momento mismo en que la V República fundada por De Gaulle se halla en entredicho y en que el funcionamiento de sus instituciones son cuestionadas -empezando por la presidencia de la República, de poderes tan excesivos- , su lejano heredero adopta los aires más presidenciales y republicanos posibles gracias a esta extraña elección del año 2002. El nieto y heredero del gaullismo, formado a las faldas de Pompidou, cierra así un ciclo con un acontecimiento plebiscitario tal como había soñado De Gaulle cuando imaginó la relación entre el presidente y la nación, directa como entre dos personas, a través de los esponsales del sufragio universal.

En la época fundacional, los franceses optaron por el militar de historial heroico e intachable ante el régimen de partidos y la ingobernabilidad de la IV República. Esta vez, en cambio, es algo situado en las antípodas: mejor el político de siempre, lleno de debilidades y probablemente corrupciones, que el caudillo fascista, dispuesto a resolver de forma drástica los problemas de Francia. Fue necesario que lo inimaginable adquiriera cuerpo para que se produjera esta especie de alquimia histórica que trastoca a un líder desprestigiado en padre de la patria, al hombre de la división y del partidismo en el presidente de todos.

Tal como han insistido muchos comentaristas, será ciertamente el presidente elegido con un peor resultado en la primera vuelta. Pero ahora habrá que añadir: con el mejor y casi inmejorable resultado en la segunda. La medida del éxito de Chirac, que le da todo el oxígeno que le faltó en la primera vuelta, es el fracaso de Le Pen. Los votantes hicieron caso de los buenos consejos antifascistas, que recomendaban evitar el voto en blanco o nulo y la abstención. Todos estos procedimientos, tentadores para las gentes de izquierdas, nutrían finalmente el porcentaje de Le Pen en una elección en la que sólo cuentan los votos a uno u otro.

Los partidarios de la izquierda derrotada el 21 de abril han querido anegar a Chirac en los votos de un plebiscito, sostenerlo 'como la cuerda al colgado', convertirlo en un presidente de todos ya que las distintas izquierdas se habían quedado sin ninguno ya desde el principio. Pueden darse todos por satisfechos, porque su gente, el pueblo de izquierdas, tal como se dice en Francia, ha ido a votar a Chirac. Con amargura, con asco incluso, con rabia. Pero han ido a votar a Chirac. Masivamente. Disciplinadamente. En buena aplicación precisamente de la llamada disciplina republicana, aplicada en esta ocasión con una pertinencia extrema, pues conduce a votar por el candidato más acorde con los valores de la República.

Le Pen, derrotado y acorrolado, pero nunca vencido, todavía lenguaraz y rabioso, ha dado la vuelta a las cosas. Claro que es un plebiscito, pero 'propio de un país totalitario'. Había fijado en el 30% el umbral de su éxito, y se ha quedado casi en la mitad de lo prometido. Sumando los votos de su ex lugarteniente y disidente Bruno Mégret, incluso ha bajado en porcentaje. Al final de sus cuentas, no ha conseguido desbordar en absoluto su campo político, como máximo rebañar un poco más en el caldero del rencor y del malestar. Y si ha prometido a los suyos una tercera vuelta con las elecciones legislativas de junio, se sabe ya que será más de lo mismo. La extrema derecha en Francia ha llegado probablemente a lo más alto que podía llegar, dando un susto terrible a los franceses y a todos los europeos, y alcanzado a herir y ofender a sus conciudadanos en su autoestima hasta el punto, precisamente, de provocar el sobresalto tras el terremoto. Pero será dificil que Jean-Marie Le Pen, a sus 73 años, vaya mucho más lejos y siga perturbando la vida política francesa tal como lo ha venido haciendo hasta ahora.

El vencedor, Jacques Chirac, en cambio, tiene en sus manos una oportunidad histórica de una dimensión que, en principio, parece superar su variado y voluble itinerario político y el mediocre balance de los siete años de su primer mandato presidencial. Es obligado que intente ahora obtener una mayoría presidencial en la Asamblea Nacional que ponga fin a la cohabitación, como obligado es que la izquierda intente lo contrario. Pero en ningún caso, tanto si regresa la cohabitación como si hay una mayoría conservadora en la Asamblea y en el Gobierno, puede el presidente reelegido dejar las cosas tal como están, como si las sombras del fascismo y de su caudillo no hubieran oscurecido durante 15 días la clara luz de Francia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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