Una caída anunciada
El Zaragoza no sólo da con sus huesos en Segunda, sino que se divorcia de su afición
El 10 de mayo de 1995, en París, una parábola de Nayim hizo al Zaragoza campeón de la Recopa, un título que coincidía con el despegue del fútbol español y que premiaba la filosofía del equipo aragonés: buen trato al balón y carácter descarado y ofensivo. Ayer bajó a la Segunda División.
Y lo hizo poniendo punto y final de la peor manera posible a una temporada aciaga; curiosamente, la misma en la que Alfonso Solans, el presidente, había decidido cambiar su política de fichajes, antes basada en los jugadores sin renombre, baratos, lo que le había costado numerosas críticas.
Sin límites a la hora de fichar, se batieron con creces los números, pero no se acertó con los refuerzos. Más de 24 millones de euros se invirtieron en contrataciones, incluida la de Drulic, el fichaje más caro de la historia del club y que el 2 de agosto, en un entrenamiento, cayó gravemente lesionado. Tampoco la vuelta de Milosevic, fuera de forma, aportó mucho. Había caras nuevas, pero la sensación era de monotonía.
Ha coincidido también esta campaña con la oxidación generacional de la plantilla: Juanele, Vellisca, Garitano, Paco o Aragón, todos mayores de 30 años, han vertebrado la columna de un equipo incapaz de mantener el ritmo. Esta mediocridad en la condición física exigía apostar por la juventud de Corona, Bilic o Galletti, pero no se terminó de confiar en ellos.
Con todo, el mayor problema del Zaragoza ha sido, sin duda, la falta de comunión entre el club y la afición. Una grada difícil, exigente, de exquisito paladar tras años de buen juego e incluso de títulos: tres Copas y una Recopa en los últimos 15 años. Un listón demasiado alto para un equipo de segunda fila. Esto ya le costó muy caro a Juan Manuel Lillo el año pasado, cuando fue destituido enseguida tras la goleada recibida ante el Wisla de Cracovia.
Un alto precio que también pagó Txetxu Rojo, el elegido por Solans para el actual. Tras un periplo en el Athletic, regresó con aires victoriosos, los que le concedía su anterior etapa, en la que dejó al equipo a las puertas de la Liga de Campeones y con opciones a ganar la Liga. Pero el vasco no fue acogido de buen grado. A los seguidores zaragocistas no les bastaba con saber que, excepto en 1974 y 1975, no ha habido otro entrenador que haya situado al Zaragoza tan alto, el cuarto. Se exigía algo más. Y, sobre todo, no se veía con buenos ojos su carácter, capaz de disparar las antipatías con una mueca. Por todo ello La Romareda se convirtió en un circo romano en el que los abucheos estaban a la orden del día y el grito de 'Txetxu, vete ya' se convirtió en habitual.
El castillo de naipes se desmoronó. El Zaragoza dijo adiós a la Copa y a la Copa de la UEFA ante rivales modestos, el Logroñés y el Servette. La solución de emergencia, como en otras ocasiones, fue Luis Costa, un hombre de la casa y sobradamente capacitado, como ya demostró en el ejercicio anterior, en el que le hizo campeón de Copa tras salvarlo del descenso. Pero ni siquiera él fue capaz de calmar la marejada.
En plena caída llegó Marcos Alonso para enmendar una situación prácticamente insalvable. Las culpas se fueron centrando entonces en los jugadores. Esquerdinha, Pablo y Vellisca fueron perseguidos y La Romareda se convirtió para ellos en un infierno. La culminación se produjo tras la derrota ante el Celta, cuando el plantel tuvo que esperar tres horas para salir, y con escolta policial, de su estadio.
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