Una novela de aprendizaje
Tres conclusiones pueden extraerse de este libro de Harold Bloom: la primera, que la tradición de los estudios shakespearianos es ejemplo estimulante de una cultura literaria todavía viva. La segunda, que sólo existe una cultura literaria viva cuando la figura del crítico es capaz de imponerse a la de los eruditos, profesores, académicos, editores y especialistas. Es capaz, en suma, de prescindir, como aquí lo hace Bloom, de notas al pie y variantes textuales. La tercera, que carecemos de alguien que haga con Cervantes las festivas operaciones que Bloom realiza con Shakespeare.
Razonemos la primera conclusión. Arbitrario en el conjunto y extraordinario en el detalle, dijo de Bloom James Shapiro (en The New York Review, 1 de noviembre de 1998). John Carey lo consideró (en The Sunday Times, 28 de febrero de 1999) magnífico en la pulsión y evanescente en las conclusiones. Por fin, en The New York Review of Books (18 de febrero de 1999), Geoffrey O'Brien sostuvo que Bloom ha sido capaz de resucitar la tradicional perspectiva romántica sobre Shakespeare como el más formidable constructor de caracteres en los albores de la modernidad. En suma, como su inventor: si Freud dibujó el sistema y describió las leyes del inconsciente, dice Bloom, se lo debe a que el Bardo de Avon le ofreció lo humano -lo únicamente humano- a través de sus personajes, despojados de los lazos que antes los unían con la religión y, por tanto, con la experiencia de la trascendencia.
SHAKESPEARE: LA INVENCIÓN DE LO HUMANO
Harold Bloom Traducción de Tomás Segovia Anagrama. Barcelona, 2002 862 páginas. 30 euros
La tradición shakespeariana constituye una institución plural: tiene sus filólogos, que fragmentan en parcelas cada vez más especializadas el aparato textual de la herencia. Tiene sus exégetas y sus heterodoxos hermeneutas marxistas, poscoloniales, feministas. Tiene sus escuelas de interpretación teatral y de dicción... Cada generación se precia de haber escrito su Shakespeare. Recordaremos aquí algunos de los egregios antecedentes: tras Alexander Pope y el doctor Johnson, vienen Victor Hugo, Samuel Coleridge, Tolstói -quien detestaba El rey Lear-, William Hazzlit o A. C. Bradley, quien a principios del siglo XX proclamó la importancia de Falstaff: 'Su esencia es la felicidad de la libertad que proviene del humor'. Bloom nombra a muchos más; entre ellos, a James Joyce, T. S. Eliot, George Bernard Shaw, G. K. Chesterton, Harry Levin, Jan Kott, Northrop Frye y el mismo James Shapiro, reseñista del libro aquí comentado. Hay importantes revisionistas que no aparecen: entre ellos, Ivo Camps, Walter Cohen o Stephen Greenblatt. Una cultura literaria todavía viva es la suma de todas estas fuerzas contradictorias y se expresa en la centralidad del crítico, que no se ve sometido al biografismo positivista ni al prurito filológico, aunque los conozca.
Razonemos entonces la segunda conclusión: la figura del crítico es la clave y Bloom es el crítico. Por eso, más allá de los reproches que colegas y profesores puedan dirigirle, Shakespeare: la invención de lo humano posee una insuperable, seductora y generosa inmediatez, algo que lo hermana con los grandes ensayos literarios del siglo XX, de Eric Auerbach a Roland Barthes. Porque Bloom posee el don crítico esencial: aislando un detalle o desestimando un lugar común precipita un sentido inesperado o altera una convención más o menos inamovible. Por el solo hecho de cortar y citar reescribe la orientación de los textos shakespearianos y así revive, de acuerdo con las experiencias y discursos del presente, la huella literaria del pasado, por otra parte nunca evocada con la dureza del reaccionario. Así, sin necesidad de aparato erudito, sólo con largas tiradas de versos, la huella del pasado se convierte en algo activo; eso permite construir una novela de aprendizaje cuyos protagonistas son las máscaras portentosas e intercambiables de Casio, Julieta, Titania, Rosalinda, Shylock, Falstaff, Hamlet o Macbeth... Y no sólo máscaras verbales, sino también dramáticas, ya que Bloom pasa revista a actores y directores, a montajes vividos o imaginados, a películas realizadas o posibles: los ingleses le han reprochado que no conoce las últimas versiones teatrales, pero al menos incorpora aquellas a las que asistió desde su adolescencia, aquellas que lo convirtieron en crítico.
Por último: este libro permite expresar nostalgia por otra pasión crítica de función similar a la shakespeariana, la cervantina, que hoy parece extinta. Una pasión que, tras las grandezas de Leo Spitzer o Martín de Riquer, entre otros, ha cedido su espacio a una patética e indigente consigna historicista: hay que silabear el Quijote letra a letra. Eso explica el inconcebible desgranar de la novela ante patéticos micrófonos, del que con reverente bobería informa todos los años la televisión pública. Silabeamos el Quijote, en lugar de comentarlo, deshacerlo, reconstruirlo: en lugar, en suma, de interpretarlo. En este aspecto, el libro de Bloom es una lección y quizá suponga el inicio de un debate.
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