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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Europa alemana

Cuando Alemania se resfría, Europa estornuda. Alemania es, sobre todo desde la reunificación, el principal país de la Unión Europea (UE) en términos demográficos, econonómico-presupuestarios y de influencia en la construcción comunitaria. En los últimos años esa realidad se ha traducido en que la Unión Monetaria calcase el modelo germano y en que el Tratado de Niza elevase el peso institucional de ese gran país.

Precisamente por eso, Berlín tiene mayor responsabilidad en sus iniciativas políticas y en sus planteamientos doctrinales. Por desgracia, los que vienen desgranando desde la última fase del mandato de Helmut Kohl no están a la altura de lo que se exige a un Estado líder. Frustró el Tratado de Amsterdam, su principal grupo en el Europarlamento provocó la mayor crisis en la historia de la UE al tumbar injustificadamente a la Comisión Santer, y arreció en una interpretación de la subsidiariedad que supone renacionalizaciones en favor de los länder. Desde que el socialdemócrata Gerhard Schröder ocupa la cancillería, las únicas buenas noticias procedentes de Alemania en relación con la comunidad europea versan sobre las relaciones exteriores -pilotadas por el verde Joschka Fischer-, como es su implicación en las crisis de Kosovo o Afganistán.

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El uso de la cualidad de líder ha devenido en ocasiones en abuso en las cuestiones europeas. De entrada, Schröder pugnó sin éxito por renacionalizar la política agrícola común (por otra parte, excesiva y desajustada) y por reducir la política estructural o de solidaridad regional, alegando su excesiva contribución financiera al estilo de Margaret Thatcher. Más recientemente, logró una forzada 'excepción' alemana al Pacto de Estabilidad (impuesto por su antecesor), escapando a la alerta sobre la evolución de su déficit, lo que consagró un doble rasero respecto de Irlanda. Y ha prodigado una enorme presión contra las decisiones del comisario de la Competencia sobre las subvenciones públicas discriminatorias y los abusos de posición dominante de las empresas alemanas: como si la política de la competencia, una de las esenciales de la Unión, no fuera con su país.

Aunque a muchos les cueste bautizarlos, estos movimientos responden a lo que se conoce como proteccionismo nacionalista: exclusivamente defensivo. En la reunión mantenida con el presidente de la Comisión, Romano Prodi, Schröder ha intentado convertir sus posiciones sectoriales en peligrosa doctrina general. Atemorizado por el ascenso de los movimientos de la reacción xenófoba (los Haider y los Le Pen) y consciente de que desde el 11-S los sondeos definen la inseguridad como principal preocupación de los ciudadanos europeos, se ha apuntado a la solución menos dinámica: reducir 'el ritmo' de la construcción europea para, pretendidamente, hacerlo más digerible.

Schröder denuncia que en Europa hay 'una tendencia hacia la vuelta a las políticas nacionales', justamente a lo que él se apunta. Y a 'la xenofobia o la intolerancia', contra las que milita. Pero su receta se basa en un diagnóstico parcialmente erróneo: el ritmo de la construcción europea para nada está resultando vertiginoso tras la creación del euro. Tiene razón Prodi al responderle que frente al resurgimiento de la extrema derecha, la respuesta 'no pasa por menos Europa, sino por más Europa', porque eso sería asumir el programa de la nueva reacción -forjado precisamente en el antieuropeísmo- y porque los nuevos problemas, como la inseguridad o la inmigración, 'no se pueden resolver a nivel nacional'. Algo de eso saben otros líderes europeos que, como el francés Lionel Jospin, cuando han asumido orientaciones ajenas a su trayectoria y perfil ideológicos, no sólo han difuminado su personalidad, sino que han cavado su propia tumba.

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