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Columna
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De Jospin a Maragall

Josep Ramoneda

Si Maragall no gana las próximas elecciones nunca podrá alegar que nadie le avisó. Una encuesta del Instituto Opina le recordaba que su punto de partida es el empate, y su respuesta fue matar al mensajero de las malas noticias. Desde Francia, le llegan signos múltiples que irradian de la digna figura de perdedor de Jospin. Si alguien debe estar especialmente interesado en saber por qué Jospin sufrió el gran fiasco debe ser Maragall.

Ciertamente, las circunstancias son distintas y el punto de partida también. Jospin estaba en el Gobierno, Maragall en la oposición y al frente de un partido que lleva más de veinte años en blanco autonómico. Dato que no es nada menor porque, como dice Nicolas Tenser, es muy difícil luchar 'contra la compulsión al fracaso'. La pulsión crítica del electorado francés es proverbial: en los últimos 20 años, en todas las elecciones se ha cargado al Gobierno saliente. En Cataluña, como en España, gobernar es una prima: el comportamiento electoral es muy conservador: el que manda sale con ventaja.

Pero, diferencias aparte, que son muchas, ¿qué hay en el comportamiento de Jospin que pueda ser útil para la reflexión de Maragall? Yo diría que fundamentalmente el modo de entender y hacer la política, que es por donde se le abrieron las vías de agua sin que el primer ministro se diera cuenta. Zaki Laidi ha resumido el estilo Jospin en tres puntos: una imagen de integridad, una visión racional de la política, una reducción de ésta a las relaciones entra aparatos de partidos. Jospin, desde el trotskismo hasta Matignon, pasando por Mitterrand, ha vivido toda su vida metido en este universo cerrado de la política en que las declaraciones del contrincante o las zancadillas del aliado adquieren las dimensiones de acontecimiento máximo. Lo suyo es la conspiración de partido, la negociación parlamentaria, el liderazgo de una mayoría plural con el retrovisor puesto no tanto en los problemas de la calle como en las apetencias de los aliados. Que ningún socio se moleste se acaba convirtiendo en algo más importante que resolver un problema -con lo cual la política se hace confusa y difícil de comunicar- y las querellas entre políticos adquieren una relevancia desproporcionada, que nada tiene que ver con la percepción que la ciudadanía tiene de las prioridades.

Esta concepción de la política que la reduce a la politiquería (entendiendo por tal los ejercicios endogámicos entre burocracias partidistas) va, evidentemente, en mengua de otra dimensión de la política mucho más importante y noble: la que se ocupa de trabajar -con coraje y riesgo- para construir una mayoría social en torno a las propias propuestas y no sólo una mayoría política. Es verdad que la tendencia a alejar la política de la sociedad, a encerrarla en los despachos del poder, no es exclusiva de Jospin. De ahí que el castigo que la derecha ha recibido sea en número de votos aún mayor que el recibido por la izquierda. Es verdad que desde el poder en toda Europa se trabaja con una idea degradada de la democracia que consiste en que la única participación ciudadana es el derecho a votar cada cuatro años. Pero, sin embargo, si el nacionalismo catalán lleva tantos años en el poder es, entre otras razones, porque nunca ha desdeñado el viejo principio gramsciano de la lucha por la hegemonía ideológica y el cultivo de la mayoría social, aunque todo ello esté preñado de un sistema espurio de intereses clientelares en que la democracia pierde por completo su digno nombre. Se atribuye a Pujol esta frase: 'El día en que nuestro proyecto político se apoye simplemente en la mayoría silenciosa, estaremos perdidos'. Y tiene mucha razón.

Recuperar la política no significa sobresalir en el juego de las alianzas, de los pasillos parlamentarios y de las conspiraciones. Recuperar la política es construir los apoyos sociales necesarios para que el cambio llegue a la aritmética electoral y se concrete después en la práctica de una política de gobierno, y conquistar ese bien tan escaso hoy que es la confianza de la ciudadanía. Para ello, evidentemente, hay que entender los problemas y establecer correctamente las prioridades, pero sobre todo hay que dar respuestas claras, sin miedo a defender las posiciones propias. 'Mais que craignez-vous?', escribió Víctor Hugo a Guizot, 'Ayez donc du courage. Soyez d'un avis'. Éste fue el punto débil de Jospin: ni trabajó los espacios sociales para su reforma ni consiguió que un mensaje claro y diferenciado acompañara su gestión. Hizo la campaña electoral pensando en la segunda vuelta, más preocupado de hablar al público de centro para ganar a Chirac que de asegurar el voto de los suyos. El eterno fantasma del centrismo que persigue a tantos aspirantes acabó hundiéndole.

Todo lo demás se dio por añadidura: una gestión ministerial muy defendible no sirvió para nada porque no tenía quien la apoyara en la calle. La imagen de honestidad de Jospin no le diferenció de un político con tantas sombras de corrupción como Chirac. El run-run sobre la corrupción -salvo que haya un escándalo mayúsculo que arruine una carrera- sólo hace extender injustamente las sospechas, porque la ciudadanía ha perdido la confianza en los políticos. Además el entorno de Jospin estuvo suficientemente salpicado -dimisiones ministeriales incluidas- como para acabar de enturbiar el panorama.

Maragall está recorriendo el país con aplicación. Cuesta, sin embargo, percibir un clima por el cambio. Algunas intentos organizativos más o menos novedosos, como Ciutadans pel Canvi, se han deshinchado rápidamente. Hay dudas sobre si se tiene un conocimiento claro de los grupos sociales que pueden estar por la reforma maragalliana, sobre si se valoran adecuadamente los temas y las potencialidades del cambio. Por eso hay que perder el miedo a decir cosas, aun sabiendo que puedan dividir. Sólo desde la claridad se puede recuperar la maltrecha confianza ciudadana.

La derecha, alentada por las últimas encuestas, ha decidido sumar esfuerzos para ganar. El PP ha optado por el apoyo decidido a Mas, a cambio de forzar en el futuro su entrada en el Gobierno catalán. Por tanto, la situación se clarifica. Es hora de no tener miedo a la opinión propia. Y sobre todo de no sacar la peor lección de la derrota de Jospin: la que vuelve a poner sobre las cabezas la idea que opera como un regresivo super-yo de que el PP ganó su mayoría absoluta en El Ejido. Las últimas declaraciones de Mas hacen pensar que ya se ha apuntado a ella. Esperemos que Maragall no le siga. Por lo menos, que no pierda la dignidad.

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