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ANÁLISIS
Columna
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No hay Pirineos

LA CONMOCIÓN producida en Francia el pasado domingo por el desenlace de las elecciones presidenciales también ha sacudido con fuerza a la opinión española. En términos absolutos, la comparación entre los resultados logrados hace ocho días por Le Pen y la convocatoria de 1995 no justificaría ese sobresalto ni aun sumando a sus 230.000 votos de más los 660.000 sufragios de su competidor Bruno Mégret; en términos relativos, el ascenso porcentual (del 15% al 17%) del Frente Nacional se debe a la mayor abstención. La divina sorpresa maurrasiana ofrecida esta vez por las urnas ha sido la llegada de Le Pen a la línea de meta en segundo lugar: los 200.000 votos de ventaja sobre Jospin permitirán al candidato del Frente Nacional disputar a Chirac el próximo 5 de mayo la presidencia de la República.

El segundo lugar obtenido por Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales es un motivo de preocupación no sólo para Francia, sino también para los restantes países de la Unión Europea

¿Qué lecciones puede extraer la política española de ese traumático episodio de la democracia francesa? El Frente Nacional tiene una presencia desigual en las instituciones de la República por obra de la ingeniería electoral: si el régimen mayoritario a dos vueltas, con el 12,5% de umbral para pasar a la segunda, alianzas varias y circunscripciones múltiples le margina del Parlamento, la circunscripción nacional única optimiza sus votos en las elecciones presidenciales y europeas. El cambio de la ley electoral llevado a cabo por Mitterrand en 1986, que sustituyó el sistema mayoritario por el régimen proporcional en los comicios parlamentarios, no sobrevivió al trapacero presidente socialista: tras beneficiarse durante unos años de la medida, el Frente Nacional quedó de nuevo a las puertas de la Asamblea. En España, los eventuales intentos de cualquier Gobierno de imitar a Mitterrand y modificar el sistema electoral en provecho propio (e indirectamente de cualquier demagogo) tropezaría con la Constitución; el sistema proporcional puro en circunscripción nacional sólo se aplica a las devaluadas elecciones europeas: en 1989, el estrafalario Ruiz-Mateos obtuvo 600.000 votos y dos diputados al Parlamento de Estrasburgo. Sin embargo, la expulsión de las opciones extremistas de las instituciones representativas a través de mecanismos de ingeniería electoral puede deparar amargos despertares cuando-como ha ocurrido en Francia- el fantasma expulsado por la puerta regresa por la ventana. El blindaje de la clase política mediante el procedimiento de erigir elevadas barreras de entrada al recinto parlamentario conduce inevitablemente a la entropía del sistema. La denuncia de la corrupción ha sido un gran caladero de votos para Le Pen; los políticos españoles deberían memorizar esa lección: la financiación ilegal de los partidos y de las campañas, el abuso del gasto público, el despilfarro de los fondos presupuestarios y el enriquecimiento personal de los altos cargos son la basura que engorda a los demagogos.

Tanto el respaldo obtenido en Francia por Le Pen como los brotes anticomunitarios en otros países de la UE obligan a replantear la visión fideísta y providencialista de los procesos históricos como dramas escritos por autores omniscientes y representados contra la voluntad de sus actores. El mensaje antieuropeísta, xenófobo y autoritario del Frente Nacional manipula intereses y pasiones también presentes en España: desde la búsqueda de seguridad hasta las incertidumbres causadas por los procesos mundializadores, pasando por el sentimiento identitario. El rechazo a la inmigración, chivo expiatorio de la inseguridad ciudadana y del desempleo, es el arbotante de esos nuevos populismos transeuropeos de ultraderecha, comparables con los confusos movimientos del periodo de entreguerras que desembocaron en la quiebra de la democracia y el ascenso del fascismo. Y Francia demuestra que la xenofobia autoritaria es una lacra de fácil contagio: nunca faltan gobernantes sedicentemente democráticos dispuestos a combatir a los populismos de ultraderecha mediante el paradójico procedimiento de asumir y ejecutar su programa sobre la inmigración y la seguridad ciudadana.

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